En toda gran ciudad el ruido de la calle parece una espantosa fiera indomable que gruñe, agazapada en un sucio rincón, mientras sus perseguidores tratan torpemente de apresarla. Nuestros oídos son el refugio de su estruendoso bramido, allí vive y camina libremente en nuestra mente, segura de que no le pasará nada. De esa manera puede estar en todos nosotros y en todas partes.
El barullo metálico de la calle oxida nuestra mirada, de tal manera que los caminantes desaparecen ante nosotros, son figuras borrosas que van y vienen, sin rostro, anónimos. Sin embargo, a veces reparamos en algunas personas. De pronto alguien, sin que sepamos porqué, cobra forma humana, sus ojos se conectan con los nuestros y su voz acalla a esa enorme fiera que habita en nosotros, aferrada a nuestras sienes, justo al filo de nuestra conciencia.
No sucede así con los objetos que nos rodean, algunos parecen estar fijados al cemento por un enorme alfiler invisible, mientras que otros se mueven tirados por hilos. Todo parece parte de un hiperbólico decorado, una especie de maqueta a escala natural, donde las casas, autos y edificios vibran sus átomos y escupen sus colores de historieta dominguera para taladrar nuestra retina. Es la misma sensación que da el estar sentado en un carrusel, giras, subes y bajas mientras caminas aturdido por la cigarra que ha hecho nido en tu oído.
Fue así como un día, cuando iba camino a casa, pasé frente a la vitrina de una antigua floristería. No pude ignorar el amarillo solar de unas rosas que parecían romper el cristal del aparador que las contenía. Me preguntaba cómo aquel fulgor estelar podía estar represado en esa insulsa jaula hecha por el hombre. Qué pasaría si de golpe entrara a la tienda y con mi maletín rompiera ese odioso vidrio, de seguro todos, a excepción de mí, su libertador, quedarían ciegos a varias cuadras a la redonda, por la refulgencia de aquellos pétalos.
El olor de las azucenas y de los nardos, por su parte, cobraban forma de aves ecuatoriales que, en su intento por escapar, dejaban parte de su plumaje adherido a las hendijas de la puerta; y todo ese esfuerzo era para volar directo a mi olfato y, una vez allí, posadas apaciblemente en las ramas de mi memoria, demostrar que el perfume de una flor fresca puede despertar en uno los sentimientos más puros hacia quienes amamos.
El rostro anciano de mi madre apareció frente a mí, como si hubiera sacado del bolsillo de mi traje el retrato enmarcado que tengo de ella en casa, ese que se encuentra justo en la pequeña mesa que está a mano derecha, al apenas atravesar el umbral de la puerta, y donde suelo vaciar de mis bolsillos las monedas, llaves y demás objetos que acompañan a un andariego rutinario de ciudad. Así que de inmediato sentí unas ganas enormes de comprar un gran ramo de flores para mi vieja amada, uno que tuviera en el centro algunas de esas rosas de amarillo cegador y azucenas colocadas como aladas mensajeras al lado de claveles tan rojos como la sangre suya.
Cuando me disponía a entrar en la floristería, vi a una niña sentada en el brocal de la acera. Tendría unos ocho años o menos. Lloraba desconsolada la pobre. Pero no fue su llanto lo que la delató, la verdad no llegué a escuchar sus sollozos, sino que la vi reflejada en la vidriera y volteé a mirarla. Su figura no era difusa ni espectral como el resto de la gente. Llevaba un suéter naranja de lana, algo roído y descolorido, un poco grande para su talla, quizás había sido de una hermana mayor o de su madre; y una falda larga hasta los tobillos, hecha de retazos de tela, pero con buen gusto en la combinación y mucha maestría en la costura. Estaba de espaldas, así que me le acerqué, sentía gran curiosidad por ver su rostro, por sentir su mirada. Algo me impulsaba a preguntarle por qué estaba tan triste, a ofrecerle mi ayuda, con tal de calmarla y consolarla. Por un instante, sentí un irracional temor ante la posibilidad de que su cara estuviera despintada como una acuarela sobre la cual se ha derramado el agua de un florero o que no alcanzara a escuchar su voz debido a los plásticos rechinando en los basureros aledaños o por el repiqueteo de los motores que como pájaros carpinteros taladran sin cesar mis tímpanos.
No fue así. Me agaché y la tomé por el hombro, ella volteó y pude apreciar su dulce rostro de niña. Era como un pequeño caracol que humedecía su cara para no arder bajo el sol. Sus ojos, a pesar de la pesadumbre, te invitaban a jugar y a correr por la plaza para ahuyentar las palomas. Le di un pañuelo para que secara sus lágrimas y le pregunté acerca de la causa de su dolor; me dijo:
-Quiero comprar una flor para mi madre, pero no me alcanza el dinero”.
Sentí una profunda ternura por ese deseo tan puro y noble, ella, al igual que yo, deseaba regalar flores a su madre. No era difícil para mí resolver de inmediato su impedimento material.
-No sufras por eso -le dije -, te voy a comprar no una rosa, sino un bello ramillete de ellas. Ven conmigo a la floristería para que las escojas.
Entré a la tienda con la niña, que estaba ya más animada y algo sonriente.
-Cuáles deseas, pequeña, escoge algo que a tu madre le guste mucho. A mí por favor me arma un ramo con estas de aquí, son para mi madre que vive en un poblado cercano. Tome el dinero, envíelo a esta dirección y agregue esta tarjeta, si es tan amable.
La niña escogió las rosas amarillas y con ellas le hicieron un bonito y perfumado ramillete. Cuando salimos de la tienda, le pregunté si podía llevarla hasta su casa. La niña contestó:
-Gracias, quiero que me lleve adonde está mi madre, por favor.
Tomamos un taxi. La dirección que ella le había dado al chofer era desconocida para mí, pero tuve paciencia. Unos 20 minutos después, llegamos a la entrada de un cementerio. No me esperaba esto. Inmediatamente deduje que su madre estaba enterrada aquí. Ella me tomó de la mano y me llevó hasta un modesto panteón. Bajó la cabeza y habló en voz baja por unos minutos, luego colocó con mucho cuidado el ramillete de rosas amarillas sobre el frío mármol que de seguro habían colocado recientemente, pues la argamasa estaba aún fresca y había huellas dejadas por los albañiles, colillas de cigarro y pequeñas piedras que habían sobrado de la mezcla. Esta vez era yo el que lloraba y la niña me brindó consuelo.
-¿Por qué lloras? ¿Tu madre también se fue al cielo?
-No, niña, no. Lamento tu pérdida, es eso, has perdido a tu madre siendo aún una niña, eso me conmueve. En cambio, mi madre vive y yo no la he visitado en mucho tiempo, la extraño. Quiero verla, no he sabido valorar esa bendición de tenerla con vida.
Pasamos un buen rato conversando al lado de la tumba y cuando nos sentimos reconfortados, nos fuimos. La dejé en su casa y corrí a la tienda.
- Por favor, caballero, deme el ramo que le encargué, yo mismo se lo voy a llevar a mi madre, quiero verla y abrazarla.
Apenas me dieron el ramo, salí con prisa de la floristería. Afuera noté un cambio inesperado en la ciudad, de pronto, todas las personas parecían más luminosas y olían a jazmín, sonreían y conversaban; el rugido de la fiera, de los plásticos y metales había cesado.
La vida es corta. Dediquen todo el tiempo que puedan a quienes los aman y ámenlos. Aprovechen cada momento antes de que sea demasiado tarde. Nada es más importante que la familia.
El Imam Ali (la paz sea con él) respecto a evitar retrasos en los actos, dijo a Abu Dhar:
“¡Oh, Abu Dhar! Evita dejar para mañana lo que puedes hacer hoy, que el hoy te pertenece, pero desconoces el mañana. Si tuvieras un mañana, mañana sé cómo lo eres hoy, y si no tuvieras un mañana, no te arrepentirás de no haber sido negligente hoy”.
“Aprovechen bien las bendiciones que tienen, antes de que los abandonen; ya que rápidamente desaparecen de las manos y dan testimonio de cómo las trató su dueño”.
"No se pueden alcanzar todas las oportunidades".
"Aprovecha la oportunidad para que no te cause tristeza".