Una mesa para todos
José era un ceramista artesanal ya retirado, un maestro cuyas manos habían creado piezas muy hermosas, jarrones, platos, tazas, cuencos, teteras y hasta figurillas con formas humanas y de animales que eran muy apreciadas por las personas. La mayoría de las familias de la pequeña ciudad donde vivía comía y bebía en esas piezas únicas prodigiosamente concebidas y fabricadas por José. Irremediablemente, su avanzada edad y el mal de Parkinson terminaron por alejarlo de su amado oficio. Intentó legar su sabiduría a sus hijos, pero estos nunca mostraron el interés suficiente. Tampoco encontró aprendices leales que asumieran el taller en su ausencia, la mayoría, cuando sentía que ya conocían lo suficiente, renunciaban para abrir su propio taller. Sin embargo, al poco tiempo fracasaban porque hacían las piezas sin amor ni pasión, eran recipientes vacíos de afecto, sin carácter ni belleza.
Un día, el anciano tuvo que irse a vivir con su hijo Ramón, su nuera Carla y su nieto Óscar de cuatro años. Ya no podía valerse por sí mismo. Sus manos temblaban demasiado y caminaba con dificultad, aunque permanecía intacta la luz de sus ojos, la misma luz que brillaba en sus obras. Como era lógico, José no podía sostener nada en sus manos, así que a la hora de comer derramaba la sopa y las bebidas sobre el mantel de la mesa o sobre su ropa y esto le disgustaba mucho a Carla, porque tenía que limpiar y recoger todo aquello y, además, cambiar la ropa de José y lavarla a mano. Esto sucedió por varios meses y la paciencia fue reduciéndose hasta caber por el ojo de una aguja.
Llegó el 28 de diciembre, el día del quinto aniversario de Carla y Ramón. Habían decorado hermosamente la casa y la mesa estaba repleta de comida; cantaban y reían mientras el pequeño Óscar correteaba por la casa a un gato que era muy juguetón. Una ensalada multicolor estaba servida justo al centro en un soberbio cuenco azul, el jugo de fruta rebosaba en los vasos tornasolados, los platos de un delicado turquesa brillaban esplendidos sobre la mesa y el guiso humeaba en las cazuelas de rojo volcánico. Todo aquello había sido elaborado por José como un amoroso obsequio para las nupcias de su hijo.
El viejo estaba sentado en un cómodo sillón aterciopelado donde Ramón solía tomar la siesta. A la hora de comer, lo llevaron con mucho esfuerzo hasta la mesa y le sirvieron allí el caliente guiso. Los voluminosos arreglos florales dejaban poco espacio a la vajilla que estaba dispuesta armoniosamente en cada puesto de los comensales. Le cubrieron el pecho y las piernas con una sábana y le sirvieron la hirviente cazuela. Pero apenas trató de introducir la cuchara en el guiso sus manos, descontroladas y quizás nerviosas por tanto protocolo y paramento, lanzaron la cazuela con tal fuerza contra el suelo que los filosos trozos de cerámica volaron por todo el comedor y el guiso quedó estampado en el mantel, en el aterciopelado sillón, en los ribetes de la falda de Carla y en los ruedos del pantalón de su hijo Ramón.
El hijo y la nuera se molestaron al ver ese desastre: “Tenemos que hacer algo con el abuelo, de lo contrario arruinará toda la casa y romperá toda nuestra vajilla” –dijeron–. Entonces colocaron una pequeña mesa en la esquina del comedor y el abuelo se vio obligado a comer allí solo, con cubiertos plásticos y un astillado cuenco de madera.
El abuelo solo lloraba y guardaba silencio sin protestar, comprendía que su condición era un estorbo para su familia y, a pesar de los reproches y maltratos, estaba agradecido con ellos de estar allí y poder compartir con su nieto. Lo que más le entristecía era no poder tocar sus piezas de cerámica, tenerlas entre sus temblorosas manos le hacía recordar con nostalgia aquellos tiempos cuando producía unas verdaderas joyas artesanales.
Una tarde, justo antes de la cena, el padre notó que su hijo de cuatro años jugaba con unos trozos de madera; se volvió hacia él y le preguntó: “Hijo mío, ¿qué estás haciendo?” El niño dijo dulcemente: “¡Estoy haciendo cuencos de madera para ti y para mamá, para que cuando sean mayores coman en ellos!” Sonrió y continuó lo que estaba haciendo. A partir de ese día, toda la familia comió en la misma mesa.
…وَ بَرًّا بِوالِدَيْهِ وَ لَمْ يَکُنْ جَبَّاراً عَصِيًّا
“…y bueno con sus padres y no arrogante ni desobediente” (Capítulo 19, María, versículo 14)
El honorable Juan fue uno de los profetas de Dios y primo materno del Profeta Jesús (la paz sea con él). Esta aleya nos revela uno de los rasgos morales de este profeta y que es de suma importancia en la vida, el ser benevolente con los padres. Esto quiere decir que, aunque posea el rango de profeta no debe olvidar a sus padres, sino que también debe ser benevolente tanto con su padre como con su madre.
وَقَضَىٰ رَبُّكَ أَلَّا تَعْبُدُوا إِلَّا إِيَّاهُ وَبِالْوَالِدَيْنِ إِحْسَانًا إِمَّا يَبْلُغَنَّ عِنْدَكَ الْكِبَرَ أَحَدُهُمَا أَوْ كِلَاهُمَا فَلَا تَقُلْ لَهُمَا أُفٍّ وَلَا تَنْهَرْهُمَا وَقُلْ لَهُمَا قَوْلًا كَرِيمًا
“Tu Señor ha decretado que no adoréis nada excepto a Él y que tengáis el mejor comportamiento con vuestros padres. Si se hace mayor junto a ti uno de ellos o ambos, no les digas «¡Uf!» ni les grites, sino que, más bien, háblales con palabras dulces y tiernas”. (Capítulo 17. El viaje nocturno, versículo 23)
Aquí, la adoración a Dios y el respeto hacia los padres se encuentran juntos y esto da a entender cuán importante es honrar a los padres, puesto que se menciona inmediatamente después del motivo principal de la creación que es adorar a Dios.