Un fuerte portazo hizo estremecer la humilde cabaña. Cada vez era más frecuente verlo salir de la casa enrojecido de rabia, luego de haber discutido acaloradamente con su esposa. Daba largos y enérgicos pasos mientras lanzaba improperios a toda voz. Su esposa lo veía alejarse hasta que los gritos se convertían en simples murmullos. Pensaba que así, desde lo lejos, no parecía tan huraño y malgeniado.
Él siempre iba al mismo sitio, una gran roca a orillas de la quebrada, donde dormitaba un largo rato hasta que se calmaba por completo. El sonido del agua entre las rocas le hablaba dulcemente al oído hasta que disipaba su mal carácter. Pero cada día sucedía lo mismo, el hombre se levantaba por la mañana y trataba con desprecio a su esposa. Siempre andaba malencarado y se quejaba de todo, absolutamente de todo, hasta de las cosas buenas. Una situación, por más insignificante que pareciera, podía generar una grave discusión.
Un día, durante el almuerzo, la sopa estaba servida en la mesa, olía bien, a especias y verduras frescas que ella había recogido de la huerta, pero como estaba muy caliente, el hombre se puso furioso al no poderla comer de inmediato. Esta vez no insultó ni gritó a su mujer, sino que derramó la sopa en el suelo y le dijo a ella en tono cínico: “Quizás así, cuando se enfríe, la podrán comer los perros”. Esto ya era demasiado. La mujer estaba cansada de tantos desprecios y maltratos injustificados. Así que, luego de otro portazo y de ver el acostumbrado ritual de su esposo alejándose a pasar su enojo a la orilla de la quebrada, ella decidió encontrarle solución a esta calamidad que la hacía sentir afligida e impotente.
Cuando comprobó que su marido estaba profundamente dormido, corrió hasta el pueblo, donde vivía un adivino que tenía fama de ayudar a resolver los problemas de parejas. Entró con gran agitación a la casa del vidente, aunque parecía ser más bien un laboratorio, porque el ambiente era lúgubre y había yerbas secas que colgaban de las vigas del techo y frascos con líquidos viscosos en las estanterías. Allí estaba el adivino, de pie y en silencio, sostenía en su mano derecha la blanca osamenta de un pequeño animal. La postura que tenía le daba apariencia de persona muy eminente y sabia. Se mostró impávido ante la entrada impetuosa de la mujer, como si la hubiese estado esperando. Luego, sin mirarla, comenzó a hablar en otro idioma y hacer ademanes de hombre muy educado y estudiado; esto, y el turbante de seda plateada, adornado con exóticas plumas, lo hacían ver como un hombre de sobrenaturales cualidades mentales.
En realidad, se trataba de un vulgar fanfarrón que estafaba a la gente humilde e ingenua. Toda aquella estrafalaria vestimenta y gesticulación era para impresionar a sus desesperados clientes. Pero la pobre mujer, angustiada y llorosa, le contó todo. No paraba de pedirle que resolviera de inmediato su calamidad. El brujo, astuto y timador, le proporcionó de inmediato varias recetas y yerbas que harían doblegar a su esposo, que lo pondrían de rodillas y amansarían su carácter. La hizo venir varias veces a su consulta para quitarle cada vez más dinero y algunos objetos de valor. Pero la mujer, al cabo de un tiempo, al ver que su esposo empeoraba su humor, se dio cuenta de que había sido engañada.
Hasta ese momento no le había contado a nadie, pero en una ocasión, cuando se encontraba en el río lavando la ropa junto con otras mujeres vecinas, compartió con ellas su difícil situación. Las lavanderas se miraron a la cara y, casi al unísono, le hablaron de un hombre verdaderamente sabio. “Este es un hombre piadoso, no es un timador ni brujo, no pide nada a cambio y sus consejos pueden guiarte hasta encontrar solución a tu grave problema. Escúchalo bien, haz lo que te pida y ya verás cómo tu vida cambiará”, le dijeron.
La pobre mujer, incrédula y decepcionada de tantas mentiras, no quiso acudir a este hombre piadoso. En cambio, intentó congeniar con su marido y mejorar la convivencia, pero no dio resultado. Sin otra alternativa, no tuvo más opción que ir en busca de aquel sabio. Siguió las indicaciones de sus vecinas y se adentró en el bosque. Le habían dicho que vivía al aire libre, cerca de una cascada y que tenía una relación muy especial con la naturaleza y los animales del bosque. Algunos contaban que por donde caminaba brotaban flores y pequeñas plantas, que en su sombrero vivían pequeños roedores, que de sus ropas entraban y salían insectos y aves. En fin, aquella mujer, mientras atravesaba el bosque, pensaba que todo aquello era propio de otro estafador, que nadie puede hacer semejantes cosas y que sus amigas la estaban engañando. “Todos se quieren burlar de mí y aprovecharse de mi situación, vaya desgracia la mía”, pensaba.
Al cabo de un rato, llegó a una hermosa cascada, allí estaba sentado un hombre de barba blanca, era bastante anciano, pero la piel de su rostro tenía la tersura de un niño. Al ver llegar a la mujer, el sabio se levantó para recibirla, era de trato cordial, su voz era suave y su mirada bondadosa; aparte de esto, no vio nada extraño en él, ni insectos ni avecillas saliendo de sus ropas, como habían dicho las vecinas, y mucho menos roedores, ya que no llevaba ningún sombrero puesto.
“A qué has venido, hija mía”, le preguntó el anciano. Ella, al ver la serenidad de este hombre y su bondad reflejada en su mirada, se lanzó a sus pies. El sabio la levantó y se sentaron juntos en una roca. Él la escuchó con paciencia y consolaba su llanto con un poco de agua del río. Prestó mucha atención a su historia, a cada una de sus quejas y temores; luego de un rato, le dijo: “El único remedio para acabar con ese problema que te aqueja es buscar a un lobo vivo y cortarle un mechón de pelo de su frente, eso sí, sin causarle dañó a él ni que él te cause algún daño a ti”.
La pobre mujer pensó por un momento que aquello no tenía sentido, pero algo dentro de ella la impulsó a creer en lo que el sabio le pedía; pensó: “Parece que todos los que han escuchado los consejos de este sabio han encontrado solución a sus problemas, yo haré lo mismo, a ver si logro cambiar la actitud hostil de mi esposo”.
Al día siguiente, muy temprano por la mañana, le dijo a su esposo que iba al bosque a buscar setas y frutillas para el almuerzo. Pero en realidad iba muy decidida a encontrar alguna huella de lobo que la llevara hasta una madriguera. Caminó durante una hora, hasta que finalmente se topó con algunas pisadas cerca de un arroyo y, más adelante, con los despojos de una presa. Continuó caminando hasta que vio la madriguera. Allí estaba, justo bajo unos frondosos árboles, un sitio fresco y seco para proteger a los cachorros, los cuales correteaban y jugaban a su antojo, seguros de que nada les pasaría. La loba los vigilaba de cerca y ladraba cuando alguno se alejaba demasiado de la madriguera. La mujer había encontrado lo que buscaba, así que se fue antes de que la loba se diera cuenta de su presencia. De regreso, pensó en cómo hacer para ganarse la confianza de la loba y sus cachorros. Llevaría cada día un trozo de carne fresca. La primera vez pondría la carne algo lejos de la madriguera, pero cada día se acercaría un poco más. Sabía que, si era paciente, en pocos días hasta podría darles de comer de su mano.
Y así fue. Llegaba siempre a la misma hora y se escondía tras unos matorrales a ver cómo jugaban los cachorros. Allí esperaba pacientemente a que ellos y sus padres se animaran a comer de la carne que les traía. Al principio, los lobos actuaron con mucha cautela, incluso despreciaban la comida. Pero, al cabo de unos días, se acostumbraron al olor de la mujer y mordisqueaban la carne. Una semana después, los cachorros y su madre aceptaron por completo la presencia de la mujer, que ya no se escondía, y toda la familia comía plácidamente cerca de la madriguera. Con el tiempo, los lobos hacían algarabía cuando presentían la llegada de su benefactora, ladraban y aullaban de alegría cuando olían desde lejos la carne de cordero fresca que ella traía consigo. Un día, sin darse cuenta, estaba allí en medio de ellos, jugando con los cachorros y acariciando la cabeza y el lomo de la loba.
Sintió una gran felicidad al verse aceptada por esos animales, cuyo aspecto feroz contrastaba con la mansedumbre que mostraban ahora. Siguió ganando su confianza y esperó el momento adecuado. Cuando el macho, que era el más arisco de ellos, recostó su cabeza sobre sus piernas, con mucha sutileza tomó una tijera y cortó una parte del pelo de la frente de este. Había logrado, luego de mucho esfuerzo y sacrificio la tarea que le había encargado el sabio.
Dejó la madriguera y corrió a la cascada donde vivía el sabio. El hombre la recibió nuevamente con gran amabilidad y le dijo: “Veo que has logrado lo que te pedí, dime qué dificultades tuviste que superar para lograrlo”. La mujer, orgullosa de su triunfo, contó con detalle todos sus encuentros con los lobos, cómo superó cada dificultad y la manera en que había logrado amansarlos.
El hombre sabio sonrió y dijo: “Mira cómo con esfuerzo y suavidad pudiste vencer a esos animales salvajes. Muy pocas personas tienen el coraje de enfrentarlos como lo hiciste tú, de estar entre ellos y darles de comer de su mano. Tuviste paciencia y confiaste en ti. Ahora bien, si eso lo has logrado con un animal tan temible, sin duda podrás aplacar la ira de tu marido, que es de tu misma especie. Ve con él, ya sabes que con un poco de paciencia y flexibilidad podrás lograr lo que deseas, harás que calme su enojo y se convierta en un hombre bondadoso y respetuoso”.
La mujer agradeció con lágrimas aquella lección que le había dado el anciano. Regresó a su casa y practicó al pie de la letra cada uno de sus consejos y sabias palabras. Con el paso del tiempo, su esposo se transformó en un hombre amable y tolerante. Ahora, en vez de un portazo, abría y cerraba suavemente la puerta cada vez que ambos salían a caminar por las orillas del riachuelo. Reposaban un rato sobre alguna roca y reían. Y cuando él salía a cumplir con sus faenas, nunca regresaba con las manos vacías, se aparecía con un ramillete de flores silvestres que colocaba sobre la mesa para ambientar la cena o alguna golosina que compraba por el camino.
Vivieron juntos el resto de su vida, nunca más discutieron de mala manera y tuvieron varios hijos. De vez en cuando, todos iban a visitar alguna madriguera de lobo para enseñarles a sus hijos a tener paciencia y ganarse la confianza de esas fieras tan temibles. Quizás eso los podría ayudar alguna vez en la vida.