¡Hola! ¿Cómo estás?
Otro sábado y otro cuento. Sí, el programa los cuentos de la semana. Todos los sábados publicamos un cuento interesante en FatimaTV.
Puedes escucharlo en el sitio FatimaTV.es , también estamos en spotify, itunes, soundcloud con el nombre de FatimaTv. Si quiere puede escucharlo en youtube.com/FatimaTVes.
Antes de escuchar el cuento de esta semana, quiero darte un obsequio. Sí, un obsequio en estos primeros días del año. Y éste es que publicamos un nuevo libro en el sitio edicioneslamolinera.com.
Este libro se llama “Los poderes de Manta”.
Es una historia contada por una niña que nos muestra que las diferencias no tienen por qué convertirse en jerarquías y que todas las personas, desde nuestra diversidad, tenemos algo que aportar al mundo. Se trata de un cuento en el que aprendemos a valorar las capacidades únicas de cada ser humano.
Este libro fue escrito por:
Mariana Libertad Suárez
Y puedes descargarlo en:
Edicioneslamolinera.com
Escuchamos el cuento de esta semana…
La madre abandonada y el acecho de los lobos
Hace muchos años atrás, un grupo de beduinos se había instalado por un tiempo en un lugar donde abundaba el pasto y había un pozo con agua suficiente para cubrir las necesidades de toda la tribu. Allí se quedaron por unos meses, a la espera de que el rebaño se multiplicara y así poder migrar nuevamente, seguros de que habría suficiente alimento para afrontar la hostilidad del desierto.
Todo discurría normalmente, las mujeres se dedicaban a hacer manteca y pan ázimo de trigo que cocinaban poniendo la masa sobre piedras calentadas por las cenizas de las fogatas nocturnales o por el ardiente sol que parecía arrojar una escarcha incandescente sobre la piel. Durante las noches, bajo las luminosas estrellas Altair y Aldebarán, los hombres se reunían alrededor del fuego para beber té fresco de verbena y reír. De esta manera, aliviaban las pesadas faenas del día. Era el momento en que los más ancianos relataban historias antiguas y los ojos de los niños parecían carbones encendidos que chisporroteaban con cada frase escuchada, acurrucados en el negro algodón de las túnicas de sus padres.
Allí vivía un hombre cuya madre, ya anciana, había perdido la razón y la memoria. A veces se le escuchaba sollozar, llamando a su hijo. Durante el día, esta pobre mujer preguntaba sin cesar por su esposo y no reconocía el rostro de sus familiares más cercanos. Ella solo quería estar al lado de su hijo y se aferraba fuertemente a los brazos de este hasta que se quedaba dormida. Mientras que la gente hacía su trabajo, él debía asistir a su anciana madre e incluso debía soportar las burlas de algunas malas personas. El hombre sentía una gran vergüenza y no trataba con nadie, pero estaba decidido a terminar con esa penosa situación.
El invierno estaba cerca y había llegado el momento de migrar. Buena parte de la tribu había recogido las carpas y ya la caravana estaba a punto de partir. Así que el hombre le dijo a su esposa: “No traigas a mi madre, déjala aquí. Deja también algo de comida y agua para ella, que se quede aquí, que sea un bocado para los lobos, que muera, no me importa, debo deshacerme de ella de una vez por todas. Hazlo sin que nadie te vea”. La esposa, que había estado esperando una reacción así de su marido, contestó con total serenidad: “Está bien, haré lo que me dices”.
La caravana ya empezaba a movilizarse, los pastores agrupaban los rebaños detrás de la larga fila de camellos. Solo se escuchaban silbidos y gritos que informaban a todos sobre la inminente partida y así evitar que alguien quedara rezagado. La mujer hizo lo que su esposo le pidió. Aprovechó la algarabía y la cortina de arena que levantaban las bestias al andar para dejar a su suegra abandonada, recostada contra una palmera datilera.
La anciana, algo temblorosa y con mirada extraviada, parecía no darse cuenta de la situación. Colaboraba en todo lo que le pedía su nuera, a quien no reconocía. Dejó a su lado una vasija de agua fresca y otra de yogurt, un pequeño saco de cuero lleno de frutos secos y queso, y algunas rodajas de pan. Pero la joven mujer hizo algo inesperado, tomó a su hijo de apenas un año y lo colocó en el regazo de la abuela, quien de manera instintiva lo abrazó y meció. Cuando la mujer se alejó para unirse a la caravana, pudo escuchar a lo lejos una dulce canción de cuna. De pronto sintió una suave brisa que disipó, por un momento, el inclemente calor del desierto.
Había dejado atrás a una trastornada e indefensa anciana, la madre de su esposo, y con ella a su único hijo, un hermoso y rollizo varón a quien el hombre amaba por encima de todas las cosas; su primogénito, cuyo amor le daba las fuerzas necesarias y la motivación para trabajar y enfrentar todas las dificultades y rudezas de la vida nómada. Solo deseaba tener un momento libre para jugar con él y verlo reír. Cada mañana se sentía feliz de verlo y tomarlo en sus brazos.
La caravana se fue alejando y el oasis desapareció tras las dunas. No se escuchaba ya la canción de cuna, sino un melancólico aullido de lobos; o quizás un llanto de niño. Luego de unas horas, cuando el sol se puso en lo más alto del cielo, el grupo se detuvo y toda la gente se dispuso a descansar y comer, a la espera de que el calor menguara un poco para proseguir la marcha.
El hombre se acercó a su mujer y le dijo: “¡Trae a mi hijo para jugar con él!” Ella le respondió: “Lo dejé con tu madre”. El hombre encolerizado gritó: “¡¿Por qué hiciste eso?!” Le dijo: "No lo quiero, porque cuando seas anciano, él te abandonará para que mueras, al igual que tú abandonaste a tu madre”. Las palabras de su mujer fueron como si un relámpago de piedra hubiera entrado por sus oídos y desatado en su corazón una tormenta de arena. El hombre fue presa de la angustia, llevó sus manos al rostro y con desespero clamaba por ayuda y, al mismo tiempo, suplicaba perdón. Montó su caballo y a todo galope se dirigió hacia donde se encontraban su madre y el niño.
Durante el recorrido no paraba de llorar y en su mente se agolpaban imágenes terribles. Él sabía que los lobos llegarían en cualquier momento, en busca de las sobras de comida que la tribu suele dejar en los campamentos. Había pasado ya muchas horas y estaba casi seguro de que encontraría los cuerpos de ambos desgarrados por las fieras. Estuvo a punto de devolverse para no tener que contemplar una escena tan insoportablemente dolorosa. Pero continuó galopando hasta el oasis.
Cuando el hombre llegó, vio que una manada de siete lobos había acorralado a su madre, quien sujetaba con fuerza al niño para protegerlo de aquellos animales salvajes. Las fieras ladraban y gruñían de forma amenazante, pero la anciana no les temía, arrojaba piedras y palos para ahuyentarlos. Actuaba con total valentía y decisión. El hombre tomó la lanza y corrió a enfrentarlos, gritaba ¡fuera! ¡fuera! al tiempo que los atacaba con el arma, finalmente logró herir a uno y el resto huyó despavorido. Su madre y el niño estaban completamente ilesos. El hombre la abrazó como nunca antes lo había hecho, luego se arrodilló y le pidió que lo perdonara.
A partir de ese momento, cada vez que la tribu debía desplazarse, él conducía a su madre con mucho cuidado hasta el camello que le tenía alistado con la más cómoda de sus sillas. La tomaba de la mano y la ayudaba tiernamente a montarlo. Luego él la seguía en su caballo, siempre vigilante, por si acaso necesitaba de alguna atención. Cuidó siempre de ella como a sus propios ojos y, ante él, elevó la posición de su esposa por haberle hecho comprender el grave error que había cometido. No le importó más el ruin comentario de las personas malsanas y toda la tribu lo respetaba por el amor y el esmero con que cuidaba a su madre. Mucha gente iba a su tienda de visita y traían presentes para la valerosa mujer.
El niño, por su parte, creció viendo ese buen ejemplo y cuando su padre se hizo muy anciano, el buen hijo lo acompañaba siempre en sus cortos paseos y ponía su hombro para que este se sujetara. También le ayudaba a vestirse cada mañana y, durante el desayuno, mojaba el pan ázimo en la leche de cabra recién ordeñada para que su noble y bondadoso padre pudiera comer con tranquilidad. Mientras tanto, los nietos le pedían al anciano que contara alguna historia, una donde aparecieran lobos o chacales acechando a los niños y una valiente mujer canosa que los tomaba por las colas y los lanzaba con fuerza sobre las altas copas de las palmeras, donde se convertían en dulces dátiles.
***
Abu Wallad Hanat relata haber preguntado al Imam Sadiq (la paz sea con él) respecto a la siguiente aleya:
﴿ وَبِالْوَالِدَيْنِ إِحْسَانًا ﴾
“que tengáis el mejor comportamiento con vuestros padres”.
Preguntó: “¿A qué se refiere con ‘el mejor comportamiento’?”
El Imam contestó: “Significa que mantengas una buena relación con ellos y no los obligues a que te pidan lo que necesitan, aunque no necesiten de nada y puedan ellos mismos resolverlo (es decir, tal y como te agrada que otros sin ni siquiera solicitarlo satisfagan tus necesidades, así también tú, sin que tus padres lo soliciten debes satisfacer las necesidades de ellos. Y también ‘el mejor comportamiento’ significa que aquello que te agrada ponlo a su disposición, ya sea lo soliciten o no). ¿Acaso Dios Altísimo no dice:
﴿لَنْ تَنَالُوا الْبِرَّ حَتَّى تُنْفِقُوا مِمَّا تُحِبُّونَ وَمَا تُنْفِقُوا مِنْ شَيْءٍ﴾
“No obtendréis la virtud hasta que no gastéis en caridad de aquello que amáis”. (Capítulo 3 La familia de ‘Imran versículo 92)
–continuó diciendo– y dijo:
﴿إِمَّا يَبْلُغَنَّ عِنْدَكَ الْكِبَرَ أَحَدُهُمَا أَوْ كِلَاهُمَا فَلَا تَقُلْ لَهُمَا أُفٍّ﴾
“Si se hacen mayores junto a ti uno de ellos o ambos, no les digas «¡Uf!»”
–es decir no digas ni la mínima palabra ofensiva– continuó:
﴿وَلَا تَنْهَرْهُمَا وَقُلْ لَهُمَا قَوْلًا كَرِيمًا﴾
“… ni les grites, sino que, más bien, háblales con palabras dulces y tiernas”.
si te castigaron o pegaron di: ‘¡Que Dios los perdone!’, estas serán palabras dignas y generosas de tu parte.
Y siguió diciendo:
﴿وَاخْفِضْ لَهُمَا جَنَاحَ الذُّلِّ مِنَ الرَّحْمَةِ﴾
“Y baja para ellos con misericordia las alas de la humildad…”.
insinuando que no los mires si no es por misericordia y compasión; y no alces tu voz por encima de la voz de ellos, ni levantes tu mano por encima de sus manos, ni tampoco camines por delante de ellos”.