En el nombre de Dios
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LA HISTORIA DEL PUEBLO AR-RASS
Según un documento verídico del imam Reza (la paz sea con él), una de las personas más adineradas y distinguidas de la tribu de Bani Tamim, llamado ‘Amr, fue a visitar al honorable ‘Ali (la paz sea con él) tres días antes de que este falleciese. Le dijo:
“¡Oh Príncipe de los Creyentes! Infórmeme respecto a la historia de los moradores de Rass, sobre la época en que vivieron y el lugar que habitaban, así como quién fue su rey y si Dios había elegido o no para ellos a un profeta; hábleme acerca de la causa de su muerte, ya que en el Libro de Dios veo que los menciona, pero no encuentro ninguna noticia de ellos”.
El imam ‘Ali (la paz sea con él) le respondió de la siguiente manera: “Preguntas acerca de una narración sobre la cual nadie me había preguntado antes que tú y que después de mí nadie te la relatará, a menos que la transmita de mí. En el Libro de Dios no se encuentra ninguna señal de ello a menos de que yo te explique; yo sé en qué montaña y en qué valle fue revelada, y a qué hora y en qué momento del día descendió.”
Luego, señalando su honorable pecho, dijo: «Aquí yace sabiduría infinita, pero son pocos aquellos que desean conocerla y muy pronto lamentarán mi ausencia cuando me hayan perdido. ¡Oh, Tamim! El pueblo de Rass adoraba un árbol de picea (especie de pino) conocido como “Árbol rey”, el cual Jafet hijo de Noé había plantado cerca de un manantial nombrado Rushanab, manantial descubierto después del Diluvio.
Esta gente vivió después de la llegada del profeta Salomón (la paz sea con él). Ellos habían construido doce aldeas a la orilla de un río que en ese entonces era llamado Rass y se encontraba en la región del oriente (aparentemente es ese río que hoy día llaman Aras y se encuentra en la frontera entre Irán y Azerbaiyán). Esta es la razón por la cual ellos fueron conocidos como “el pueblo de Rass”. En ese entonces no se encontraba sobre la Tierra otro río más caudaloso ni de agua más dulce que este y no había ciudades más grandiosas ni más pobladas que aquellas del pueblo de Rass.
Entre sus poblaciones más importantes destacaban: Aban, Adhar, Dey, Bahman, Isfandar, Farvardin, Ordibehesht, Jordad, Mordad, Tir, Mehr, Shahrivar…La más importante y grande entre estas ciudades era Isfandar, sede del reinado. Su rey se llamaba Tarkudh Ibn Gabur, hijo de Yaresh, hijo de Sazen, hijo de Namrud ibn Kan’an (Nabucodonosor) que vivió durante la época del profeta Ibrahim (la paz sea con él). Tanto el manantial Rushanab y el gran árbol de picea se encontraban en este lugar.
En cada una de las ciudades y aldeas plantaron una semilla de esta picea, las cuales eran regadas por medio de canales que habían cavado desde el lugar donde brotaba el manantial y corría a los pies del árbol principal. Los árboles crecieron, se habían convertido en altas y frondosas piceas. Se les había prohibido a los pobladores y a sus cuadrúpedos hacer uso del agua de ese manantial y de la que corría por los canales. Decían: “Esta agua es la causa por la que nuestros dioses se encuentran vivos y no es digno de que alguien quite algo de la vida de nuestro dios”.
No obstante, ellos y sus cuadrúpedos bebían de las aguas del río Rass junto al cual habían construido sus poblados. Cada mes del año celebraban un ritual en una aldea diferente, el cual consistía en que todos los habitantes de ese lugar se dirigían al sitio donde se encontraba el “Árbol rey”. Allí lo cubrían con una cortina de seda adornada con diversos rostros e imágenes. También traían corderos y vacas para ser sacrificados en honor a ese árbol. Luego recogían leña, encendían una fogata y echaban en el fuego todos los animales sacrificados.
Cuando el humo de esos animales sacrificados se expandía en el aire y se interponía entre ellos y el cielo, todos caían prosternados ante el árbol. Esto desataba un frenesí de llantos, suplicas y ruegos con la finalidad de que el Árbol estuviese complacido por sus ofrendas. En ese momento se presentaba Satanás, y meneaba las ramas del árbol y desde lo profundo del tronco se escuchaba el grito de un niño: “¡Oh, mis siervos! Me han complacido. ¡Que sus mentes estén tranquilas y sus ojos luminosos!”
En ese momento se levantaban de la prosternación y comenzaban a beber vino, a tocar el pandero, los címbalos y los diversos instrumentos musicales. Aquello duraba todo el día y la noche. Se divertían, reían y bailaban deleitándose, pero al día siguiente regresaban a sus casas y lugares de origen
Dicen que los nombres de las aldeas provenían de las antiguas tribus persas. Por otro lado, como la festividad le correspondía cada mes a una aldea distinta, con el tiempo la gente comenzó a decir “este es el mes de Aban o este es el mes de Adhar”. Así que los meses comenzaron a ser designados con los nombre de los poblados.
Cuando llegaba la festividad que organizaba la aldea principal, toda la gente, chicos y grandes, se dirigía hacia esa ciudad y se presentaban ante el árbol de picea y el manantial. La seda con la cual cubrían el árbol era una especie de carpa que estaba decorada con diversos rostros y en ella habían abierto doce orificios. Cada uno de esos rostros era especial para la gente de una de esas aldeas y desde afuera de esa carpa se prosternaban ante el árbol. El número de animales que sacrificaban era mucho mayor que los ofrecidos en los rituales dedicados a los otros árboles.
Como en el resto de las ceremonias de otras aldeas, el Demonio maldito aparecía encaramado sobre el árbol y meneaba fuertemente las ramas. Luego se escuchaba la misma voz que en tono muy alto les hablaba a las personas desde la cavidad del tronco de la picea. Esa voz prometía y daba mayores esperanzas que las que daban los otros demonios en los otros árboles. Después de esto, la gente levantaba sus cabezas de la prosternación y se entregaban a placeres lascivos y desenfrenados, a comer y beber desaforadamente, a deleitarse y divertirse con música y danzas. Todo esto lo hacían de manera tan desmedida que se desmayaban y permanecían así durante doce días y sus respectivas noches. Al despertar, regresaban todos a sus casas y lugares de origen. Cada mes, a lo largo de todo el año, estos pueblos adoraban a los demonios y festejaban de manera exacerbada.
Mucho tiempo pasaron sumidos en la incredulidad y adorando a otros que no eran Dios. Luego aconteció que Dios Sublime eligió a uno de los hijos de Israel como profeta para ellos. Él era descendiente del hijo de Judá, hijo del profeta Jacobo (la paz sea con él). Este profeta permaneció durante largo tiempo entre ellos, enseñándoles a conocer y adorar a Dios, pero siempre era rechazado. El profeta vio que todo ese pueblo se encontraba sumergido en la perdición y en un estado de total negligencia, que no atendían sus consejos y advertencias, que ignoraban la guía y el camino que los conduciría hacia lo que más les convenía.
En una ocasión, cuando la festividad iba a celebrarse nuevamente en la gran aldea, el profeta suplicó a Dios: “¡Oh, Dios! Estos que son tus siervos no hacen otra cosa que negarme, contradecirme y ser incrédulos hacia Ti, adoran a un árbol del cual no obtienen ganancia ni pérdida. Haz con Tu poder y Tu dominio que se sequen todos estos árboles que adoran.”
Al día siguiente, cuando amaneció encontraron que todos los árboles se habían secado en cada una de las aldeas. En medio de este estado de confusión, consternación y temor surgieron agrias discrepancias entre los habitantes. Un grupo dijo: “Este hombre que pretende ser profeta del Dios de los cielos y la Tierra ha hecho magia contra nuestros dioses y así obligarlos a poner atención hacia su Dios”.
Otro grupo dijo: “¡No!, sus dioses se enojaron con ustedes porque este hombre dice los defectos de ellos, los reprocha y ustedes no lo niegan y no muestran ninguna intención de callarlo. Por ello no permite que sus ojos vean la belleza y frescura de sus divinidades pero sí que muestren enojo hacia ellas y se venguen de ellas”.
Todos se reunieron para matar al profeta, tomaron una gran pieza cilíndrica, hueca y larga que se encontraba junto a su árbol y la colocaron en medio del manantial, puesta de tal forma que una parte de esta pieza tocaba el fondo del manantial y la otra parte quedaba fuera del agua. Entonces vaciaron el agua que se encontraba dentro de esta pieza, entraron en ella, bajaron y cavaron un gran pozo en medio del manantial. Luego aventaron al profeta dentro de este pozo y lo taparon con una gran roca. Por último, sacaron la pieza cilíndrica hasta que el agua del manantial cubrió todo el pozo.
Dijeron: “Esperamos que nuestros dioses estén satisfechos con nosotros, ellos han visto cómo matamos y enterramos debajo de esa gran roca a este hombre que los maldecía. Tal vez así regrese para nosotros la protección de nuestros dioses y reverdezcan los árboles”.
Durante todo ese día escucharon los lamentos del profeta que imploraba a su Creador y decía: “¡Oh, mi Señor! ¿Puedes ver el lugar tan estrecho en el que estoy? Tengo gran tristeza y congoja, ten clemencia de mi soledad y miseria; quítame la vida muy pronto y no pospongas la aceptación de mis ruegos” Estuvo suplicando hasta que finalmente falleció…
Dios Sublime le reveló a Gabriel:
“¡Oh, Gabriel! Mi paciencia y tolerancia ha engañado a mis siervos. Ellos suponían que al matar a mi enviado y adorar a sus ídolos estarían a salvo de mi ira. Pero mi castigo caerá sobre los pecadores. ¡Juro por mi honor que serán castigados con una pena muy grave para que sirvan de ejemplo a los demás habitantes del mundo!”
Al poco tiempo, cuando todos estaban ocupados en su festividad, de repente sopló sobre ellos un fuerte viento rojo. Confusos y angustiados se abrazaron unos a otros. Dios hizo brotar azufre de la tierra, un azufre ardiente, luego una nube negra cubrió sus cabezas y arrojó llamas sobre ellos hasta que sus cuerpos se derritieron y fundieron al igual que el azufre se funde en medio del fuego.»
Nos refugiamos en Dios de Su ira,
«ولا حول و لا قوه الا بالله العلی العظیم»
“No hay poder ni fuerza sino en Dios, Altísimo, el Majestuoso”