En el nombre de Dios,
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LA GENTE DEL ELEFANTE
RELATO BASADO EN EL CAPÍTULO 105 DEL SAGRADO CORÁN
Piensa en ti y relaciona esta historia con tu vida.
En el sur de Arabia hay una región llamada Yemen que en el pasado fue próspera y llena de bendiciones. Durante muchos años, antes de la llegada del último Profeta, fue gobernada por reyes a quienes llamaban tubba’. En una ocasión uno de estos tubba’ viajó a la región de lo que es hoy la península arábiga, a una ciudad conocida actualmente como Medina. Acampó en Quba e hizo cavar un pozo, al que se le conoce como el “Pozo del Rey”.
Relatan que en esa época en la ciudad de Medina vivía una tribu de judíos y otras dos tribus llamadas Aus y Jazray. El rey había tomado posesión de esas tierras, sometiendo a todas las tribus bajo su dominio. Al principio la convivencia fue relativamente pacífica pero, con el paso del tiempo, este rey quiso acabar con los privilegios de las tribus locales y les declaró la guerra. Las tres tribus conformaron una alianza contra el usurpador. Ambos ejércitos acudieron al campo de batalla y combatieron durante todo el día sin que ninguno de los dos bandos se proclamara vencedor. Cuando llegó la noche invitaron al rey a una reunión amistosa y conciliatoria. El rey se sintió avergonzado y decidió hacer las paces con ellos. Fueron a visitarlo un hombre de la tribu de Aus llamado Uhaiha, hijo de Yallah, y un judío llamado Benjamin Gorazi.
Uhaiha dijo: “¡Oh rey, nosotros somos tu tribu!”
En cambio Benjamín le advirtió: “Esta ciudad (es decir Medina) es una ciudad a la que no puedes conquistar ni entrar en ella, aunque utilices toda tu fuerza”.
El rey preguntó la razón de esto, a lo que Benjamín contestó: “Porque es un lugar a donde emigrará un profeta a quien Dios elegirá entre los hijos de la tribu de Quraish”.
Relatan que después de escuchar esto, el rey abandonó la región de Quba para explorar sus alrededores. Finalmente llegó a las cercanías de La Meca, donde estableció un campamento. Allí, junto a sus oficiales, se dedicó a maquinar los planes de ataque a la ciudad. De pronto, sus manos y pies se quebraron, su cuerpo sufría
terribles dolores y convulsiones. Dios le había enviado un castigo espantoso.
Doblegado por los dolores, ordenó a sus oficiales que trajeran ante él a un grupo de judíos. Les dijo: “¡Pobres de ustedes! ¿Qué enfermedad es ésta que me ha atacado?”
Dijeron: “¿Acaso tenías algo en mente?”
El rey contestó: “¡Sí! Había decidido destruir la Ka’abah, la que llaman la Casa de Dios.”
Los judíos dijeron: “Esa Casa es el lugar seguro de Dios. Aquel que decida hacerle daño morirá irremediablemente.”
El rey exclamó: “¡Pobres de ustedes! ¿Entonces cuál es el camino para salvarme y obtener la salud de esta enfermedad que me he contagiado?”
Respondieron: “Que en tu mente tengas la intención de circunvalar la Casa de Dios y cubrirla con una tela y ofrecer un sacrificio para ella.”
El rey se puso en marcha hacia La Meca. Al llegar, entró en el Haram, dio siete vueltas alrededor de la Kaaba, trotó entre Safa y Marwa, cubrió la Casa con una hermosa tela, sacrificó a un animal y lo dio de comer a la gente. Dios vio su esfuerzo y lo liberó de la enfermedad.
El rey regresó a Yemen pero gobernó por muy breve tiempo. Fue asesinado por una tribu llamada Himyar que se había rebelado contra él. Su hijo había huido a Roma para informar al César acerca de lo sucedido y solicitar su apoyo. El César escribió una carta al Negus, rey de Etiopia, pidiéndole ayuda. El Negus, que poseía un gran poder militar, envió sesenta mil soldados a Yemen, bajo el mando de un valeroso oficial llamado Ruzbeh. Aunque la tribu de Himyar ofreció una heroica resistencia no fue muy difícil para aquel formidable ejército derrotarlos y entrar en Sana’a, la capital de Yemen.
Luego de la victoria, Ruzbeh fue aclamado tanto por el pueblo liberado como por sus soldados. Había demostrado en aquella batalla sus atributos como comandante y líder militar. Sin embargo, había un joven oficial llamado Abraha, que era muy ambicioso. En una ocasión y con profunda envidia le dijo a Ruzbeh: “Yo soy más digno de esta comandancia que tú”. Pero el flamante comandante no le dio mucha importancia a este hecho. En cambio, desde ese día, Abraha tramó la forma de acabar con Ruzbeh. Como no podía acusarlo de traidor, cobarde o negligente planeó su asesinato. Así que una noche entró sigilosamente en su tienda y lo degolló mientras dormía. Luego, como era elocuente, de buen aspecto y trato, con total hipocresía y cinismo convenció al Negus para que lo nombrara comandante de sus tropas: “Mi muy alto, serenísimo, magnífico, noble y muy poderoso Negus, humildemente me ofrezco para sustituir al gran Ruzbeh, que ha sido asesinado por algún vil traidor; a pesar de no estar a la altura de sus proezas militares, le juro total lealtad, disciplina y braveza como comandante de las tropas; ¡Oh Su Majestad! beso su mano y anillo como símbolo de mi sacrificio para mantener protegidos sus extensos dominios y garantizar la continuidad de su imperio, me someto completa y absolutamente a su señorío, siempre serás mi único y supremo Negus”.
El Negus, ante aquella demostración de sumisión no dudó en nombrarlo rey de Yemen. Los objetivos de Abraha se habían cumplido a cabalidad, tenía todo el poder político y militar en sus manos. Su primera acción fue conocer más acerca de los ritos religiosos en La Meca y el fervor de la gente que peregrinaba desde muy lejos para visitar y circunvalar lo que llamaban la Casa de Dios. Sintió celos de aquella devota costumbre y mandó a construir un majestuoso templo en Sana’a. Adornó la estructura con una ostentosa cúpula de oro y le impuso a la gente que visitara ese lugar y realizara los mismos rituales que en La Meca.
En una ocasión, un hombre de la tribu de Banu Kinanah viajó hasta Yemen deseoso de corroborar si en verdad habían erigido una falsa Kaaba en la ciudad de Sana’a. Al llegar, observó con gran enfado cómo la gente era forzada a visitar esa edificación que no era sagrada, sino un total engaño y una profunda ofensa a Dios. Esperó a que todo el mundo se retirara del lugar, entró al edificio y defecó dentro de él. Cuando Abraha supo de esa ofensa fue hasta la falsa Kaaba y muy enojado preguntó: “¿Quién tuvo tal osadía, quién se ha atrevido a irrespetar de esta manera tan repulsiva este sagrado lugar?”
“Ha sido un hombre de la tribu Banu Kinanah, que vino de La Meca”, dijo alguien.
Entonces Abraha hizo un juramento: “¡Juro por el cristianismo que voy a destruir la Kaaba, para que más nadie se atreva a ir a ese lugar!”
Con el poder que le había concedido el Negus quiso reunir el más grande e invencible ejército jamás visto. Ordenó que trajeran un gran número de elefantes, los más enormes, feroces y mejor entrenados para la batalla. Aparte de sus ya numerosas tropas, Abraha logró que le acompañaran los yemenitas y las tribus de Ak, Ash’ar y Jaz’am. De modo que decenas de miles de guerreros partieron hacia La Meca, formando una interminable columna de hombres fuertemente armados que iban a pie o sobre elefantes, caballos y camellos. El estrépito de la marcha de ese multitudinario ejército se escuchaba a muchos kilómetros de distancia. Los pesados pasos y el grito de los elefantes eran realmente pavorosos. Los pueblos que estaban asentados a lo largo camino veían aterrorizados cómo se aproximaba cada vez más la densa nube de polvo que levantaba aquella muchedumbre, aquel torbellino de lanzas, escudos y espadas.
Relatan que Abraha hizo un alto en el camino y allí comisionó a un hombre de su confianza, perteneciente a la tribu Bani Salim, para convencer a la gente de peregrinar hacia Sana’a. Estaba empecinado de que todo el mundo olvidara la Kaaba y que los pueblos practicaran los mismos rituales alrededor de aquella insolente imitación suya de la Casa de Dios. Pero un miembro de la tribu de Banu Kinanah enfrentó al comisionado y lo mató. Esto incrementó la ira de Abraha y lo hizo más determinante en su propósito. Como era una persona astuta y maliciosa analizó con detalle su ataque a La Meca. Pidió a los ciudadanos de Ta’if, que eran enemigos históricos de los mecanos, para que lo guiaran en su avanzada. Enviaron también a un hombre de la tribu de Hudhail llamado Nufail para que lo acompañara. Nufail lo guió hasta que llegaron a un lugar llamado Mugammas, que estaba situado a nueve kilómetros de La Meca. Allí establecieron el campamento.
Desde ese puesto, Abraha envió a sus exploradores. Los habitantes de La Meca, al ver que el ataque era inminente, dijeron: “No tenemos la fuerza suficiente para pelear contra Abraha ni resistir su ofensiva, ese ejército nos supera en gran número y las bestias que traen consigo son enormes y feroces”. Buscaron refugio en las cimas de las montañas y solo quedaron dentro de la ciudad Abd al-Muttalib hijo de Hashim, que tenía la responsabilidad de dar agua a los peregrinos, y Shaybah hijo de Uzman hijo de Abd ad-Durr quien se encargaba del mantenimiento, vigilancia y limpieza de la Kaaba.
Abd al-Muttalib tocando con sus manos ambos extremos de la puerta de la Casa de Dios suplicó: “¡Dios, el hombre defiende su casa, entonces Tú defiende la tuya y niégasela al enemigo para que no entre en Tu ciudad!”
Los exploradores cuando iban de regreso al campamento se toparon con la manada de camellos de la tribu Quraysh y tomaron doscientos de esas bestias como botín. Estos animales pertenecían al aguador Abd al-Muttalib, quien al saber sobre el hecho corrió a su casa, vistió sus ropas más caras y luego se encaminó hacia el campamento enemigo para reclamar el robo de sus camellos.
El celador de la carpa de Abraha era un hombre de la tribu de Ash’ar que conocía muy bien a Abd al-Muttalib, el cual solicitó una reunión con el comandante. “Ha llegado el jefe principal de los Quraish, que da de beber a los peregrinos, alimenta a la gente de la ciudad y a los animales salvajes de las montañas”, dijo el celador. A lo que Abraha contestó: “Déjalo pasar”.
El honorable Abd al-Muttalib era un hombre fornido, alto y apuesto, su rostro era apacible y reflejaba gran bondad y humildad. Cuando Abraha lo vio entrar se sorprendió mucho, lo consideró un ser grandioso, nunca en su vida había visto a otro igual. Su sola presencia le brindó confianza y serenidad. No quiso sentar a un hombre tan noble en un lugar más bajo que su trono, pero tampoco estaba dispuesto a ofrecerle asiento junto a él. Así que decidió sentarse sobre la alfombra, al lado de Abd al-Muttalib. Le preguntó: “¿Qué es lo que quieres?”
Abd al-Muttalib respondió: “Te pido que me devuelvas los doscientos camellos que me han robado tus exploradores”. Abrah muy desconcertado le dijo: “¡Me asombré al verte, tu porte y tu rostro me maravillaron! Pero, en mi opinión, tú mismo te has humillado al hablar de los camellos. Esperaba algo más digno de ti”.
“¿Por qué dices eso rey?”, preguntó Abd al-Muttalib. Respondió el rey: “He venido hasta aquí para atacar y destruir la Kaaba, la Casa de Dios, que es el orgullo de ustedes los árabes. En ella reposa la virtud y el honor de ustedes, y es para su gente el símbolo más sagrado de la religión. He venido a derribarla con mis elefantes y tú lo sabes. Pero quedé tan impresionado con la luz que te ilumina y tu venerable carácter que si tan solo hubieras insinuado que yo desistiera de mi ataque, lo hubiese hecho sin pensarlo dos veces. Cómo es posible entonces que al preguntarte sobre lo que deseas tu petición ha sido este insubstancial tema de los camellos. No mencionaste en absoluto la Kaaba y no parece preocuparte su cercana demolición.”
Abd al-Muttalib, con una amable sonrisa le dijo: “¡Oh, rey! Yo te hablé respecto a mis pertenencias, que es lo que a mí concierne. Respecto a esta Casa que mencionas, ella tiene su propio dueño que es el mismo Dios. Él castiga a sus enemigos y defiende su propia Casa. Yo no tengo ninguna autoridad sobre ella.”
Abraha, al escuchar estas palabras, bajó la mirada y suspiró. Era evidente su turbación. Se incorporó de golpe y ordenó que le regresaran los camellos a su legítimo dueño, Abd al-Muttalib, quien se despidió satisfecho por la decisión de Abraha.
Llegó la noche. Unas pocas estrellas opacas aparecieron en el cielo. El viento había amainado y las aves no acudieron a sus dormideros, volaban de un árbol a otro, nerviosas. Todo parecía anunciar la fatalidad que se avecinaba. El hombre que guiaba el ejército de Abraha huyó del campamento y entró en el área de la Kaaba. Las tribus de Ash’ar y Jaz’am también se levantaron de sus camas, rompieron sus arcos y lanzas, arrepentidos de lo que habían hecho. Todos mostraban en su rostro el odio que sentían hacia Abraha. Esa noche fue la peor noche de sus vidas.
Pasada la medianoche, los soldados despertaron a los elefantes. La orden era entrar en La Meca con los primeros rayos del sol. Alistaron todo y dirigieron a los animales hacia Kaaba, pero sorprendentemente los elefantes se arrodillaron y se negaron a caminar. Los fustigaron duramente, pero los elefantes se echaron sobre la tierra y continuaron así hasta que comenzaron a despuntar los primeros rayos del sol. Los soldados dijeron al encargado de los elefantes: “¡Por Dios, no vayamos a La Meca! Voltea esas bestias en dirección a Yemen”. El hombre orientó la cabeza de los elefantes hacia Yemen y estos comenzaron a correr en esa dirección. Cuando vieron esto, quisieron aprovechar la ocasión para encaminarlos hacia la Kaaba, pero los elefantes regresaron al campamento y se pusieron de rodillas. Intentaron varias veces y mediante distintas argucias que los elefantes caminaran hacia La Meca, pero siempre se devolvían, se arrodillaban y barritaban muy alterados.
Continuaron en esta situación hasta que asomaron los primeros rayos del sol. De pronto, frente a ellos, por el levante, apareció una gigantesca bandada de pequeñas aves. De esa nube tormentosa y emplumada salía un chirrido tan agudo que hería los oídos. Era el ejército de Dios que volaba sobre las huestes profanadoras. Estas aves pequeñas cargaban tres pequeñas piedras de arcilla, una en cada pata y otra en el pico. Cuando cubrieron por completo el cielo comenzaron a aventar las piedrecillas sobre las cabezas de los soldados. Unas tras otras, las avecillas se sucedían en ese irrefrenable ataque. Cuando las pequeñas piedras golpeaban en el estómago o en alguna otra parte del cuerpo lo destrozaba por completo, si pegaba en algún hueso lo agujereaba y convertía en polvo. Una de ellas golpeó a Abraha, este se levantó y huyó. Pero con cada hora que transcurría un pedazo de su cuerpo se desprendía y caía al suelo. Al llegar a Yemen ya no quedaba nada de él, su pecho estaba cortado y su estómago hecho tirones. Su cadáver parecía una espiga desgranada sobre la arena.
En cambio, ninguno de las tribus de Ash’ar y Jaz’am fue herido. Algunos soldados arrepentidos lograron huir. Preguntaban a Nafil, el guía, cuál camino debían tomar para regresar. Se relata que estas piedras de arcilla pegaron solo en quienes merecían castigo y destruyó a todo aquel que fue tocado por ellas.
Algunos relataron también que Dios envió a los compañeros de los elefantes unas aves del tamaño de las golondrinas, las cuales llevaban en sus picos piedrecillas semejantes a una lenteja; que desde el cielo, cuando volaban sobre las cabezas de los soldados, las avecillas soltaban esas piedrecillas de tal forma que los cuerpos de estos eran perforados y traspasados, quitándoles la vida de inmediato. Así continuó hasta que todos murieron, excepto uno. Se narra que aquel que pudo huir del ataque de las aves, mientras informaba a la gente sobre este suceso, repentinamente vio a una de estas aves y gritando dijo: “¡Esa es una de las aves que les he contado!” Entonces el ave se paró sobre su cabeza y dejó caer una piedra sobre esta. La piedrecilla lo atravesó y mató al instante.
بِسْمِ اللَّـهِ الرَّحْمَـٰنِ الرَّحِيمِ
أَلَمْ تَرَ كَيْفَ فَعَلَ رَبُّكَ بِأَصْحَابِ الْفِيلِ ﴿١﴾ أَلَمْ يَجْعَلْ كَيْدَهُمْ فِي تَضْلِيلٍ ﴿٢﴾ وَأَرْسَلَ عَلَيْهِمْ طَيْرًا أَبَابِيلَ ﴿٣﴾ تَرْمِيهِم بِحِجَارَةٍ مِّن سِجِّيلٍ ﴿٤﴾ فَجَعَلَهُمْ كَعَصْفٍ مَّأْكُولٍ ﴿٥﴾
“¿No has visto lo que hizo tu Señor con la gente del elefante? * ¿No hizo que fracasasen sus planes * y envió sobre ellos pájaros en bandadas sucesivas * que les lanzaron piedras de barro, * que les dejaron como heno masticado?”
(Sagrado Corán, capítulo 105, El elefante).