La ciudad de los jazmines
RELATO BASADO EN LA VIDA DEL PROFETA GEORGIUS (JORGE)
Piensa en ti y relaciona esta historia con tu vida.
Los relatos dicen que Dios Todopoderoso eligió a un hombre llamado Georgius como Su Profeta y luego lo envió a la región de Sham [Damasco actual, Siria], donde reinaba Dadhanah, conocido también como Dadan.
El profeta Georgius, luego de caminar durante varias semanas, llegó finalmente a la ciudad donde Dadan tenía la sede de su gobierno. Era un tirano que practicaba la idolatría y era conocido por sus terribles crueldades. En contraste, la ciudad era muy hermosa y antigua, en sus murallas parecía estar escrita la historia de todos sus reyes y batallas, pero lo que en verdad la hacía grata era el olor de sus jazmines que perfumaban a toda hora el ambiente.
Georgius llegó hasta al castillo y fue conducido ante el rey. En el salón de las audiencias Dadan estaba parado a mitad de las escalinatas que conducen al trono. Sostenía una afilada hacha y en su rostro se dibujaba una mueca que era una mezcla de ira y placer. En el suelo, frente a él, yacía el cuerpo inerte y ensangrentado de un hombre. Al ver a Georguis, hizo dos chasquidos con sus dedos que resonó amplificado y con eco debido a la alta bóveda que coronaba el salón. De inmediato entraron varios asistentes ataviados de negro y con los rostros cubiertos, retiraron el cuerpo de aquella persona mientras que varias mujeres limpiaban la sangre aún fresca del piso y un armero cambiaba el hacha por otra reluciente y nueva. Todo se realizó en perfecta sincronía y total silencio, parecía una coreografía ensayada infinitas veces.
Cuando todos se retiraron, Georgius le dijo: “¡Oh rey, acepta mi consejo! No es digno que la gente adore a otro que no sea Dios y se incline ante otro que no sea Dios para satisfacer sus necesidades”.
El rey preguntó: “¿De qué región eres?”
Contestó: “Soy de Roma, pero vivo en Palestina”.
El rey, sin mediar más palabras, volvió a chasquear los dedos y aparecieron dos de los carceleros, verdugos y torturadores de la corte, iban encapuchados y escoltados por cuatro guardias armados con lanzas, todos ellos eran de gran tamaño y corpulencia. Ordenó con total frialdad que lo encarcelaran y sometieran a las torturas más atroces para hacerlo renunciar a su fe y credo. Dos de los guardias lo golpearon fuertemente en la cabeza y el estómago para derribarlo y luego lo llevaron a rastras hasta los sótanos lóbregos y húmedos del castillo. Allí fue atado a un poste de madera que tenía puntas de clavos a todo lo largo, lo colocaron en la posición más incómoda que pudieron y lo untaron con grasa de cerdo rancia. Georgius se encomendó a Dios y suplicó protección contra la maldad de sus verdugos.
Pasó tres días en esa incómoda posición y solo bebió algo de agua sucia y alimentos descompuestos. Al final de ese tercer día aparecieron los dos verdugos, entraron golpeando y tirando todo al suelo, gritando amenazas y todo tipo de vulgaridades. En sus cuellos colgaban varios ídolos de los que adoraban. Trasladaron a Georgius a una cámara de tormento, donde le desgarraron la ropa y comenzaron a herir sus piernas, brazos y pecho con cepillos de hierro muy oxidados con la intención de despellejarlo. El suplicio era insoportable. Pedazos de su carne caían al suelo y la sangre manaba copiosamente. Luego, para incrementar el tormento, vertieron vinagre sobre su cuerpo y frotaron sus heridas con pedazos de tela de saco o yute, que es muy áspera y tosca. Sin embargo, Georgius no cedió. Cualquier otro hombre hubiese muerto luego de esas profundas laceraciones o habría renunciado en medio de la tortura.
Cuando el rey supo sobre el fracaso de sus torturas, ordenó a los herreros que forjaran largos clavos que los verdugos introdujeron sin misericordia en la cabeza del profeta Georgius. Pedazos de su cerebro salpicaron por todas partes, pero a pesar del terrible castigo este enviado de Dios no sucumbió ni abandonó su Religión.
Dadan, al ver que Georgius no declinaba y era capaz de soportar todas las torturas, ordenó que lo sacaran de las mazmorras y exhibieran en la plaza pública. Allí fue puesto sobre unas piedras, mientras que la gente de la ciudad se iba acercando para presenciar el atroz martirio. Algunos danzaban al ritmo de tambores y flautas mientras bebían aguardiente. Otros elevaban al cielo distintas figurillas, se escuchaban rezos y gritos, cánticos e insultos. Sin embargo, la ciudad, a pesar de semejante aquelarre, seguía oliendo a dulce jazmín.
Los torturadores fundieron plomo y lo echaron sobre el cuerpo de Georgius; después colocaron sobre su abdomen una gigantesca columna, tan grande y pesada que se necesitó la fuerza de veinte hombres para poder levantarla y trasladarla. Sin embargo, toda aquella desproporcionada crueldad no tuvo ningún efecto en la moral de Georgius, quien seguía vivo y en absoluta conexión con Dios Todopoderoso.
Al anochecer, la multitud que había contemplado y celebrado aquel infernal espectáculo estaba muy ebria y cansada. Se fue retirando poco a poco hasta que solo quedaron los carceleros y el malogrado profeta. Cuando todo quedó en silencio, los guardias vieron que un ángel apareció a y le dijo a Georgius: “Dios dice que tengas paciencia, que estés alegre y no temas. Él está contigo y serás librado de todo este dolor. Ellos te matarán cuatro veces y yo aliviaré cualquier dolor y molestia que tengas”.
Por la mañana, el rey perverso ordenó que le trajeran a Georgius. Delante de él fue golpeado brutalmente en el pecho y la espalda hasta que los torturadores se quedaron sin fuerzas para levantar el látigo. Lo llevaron de regreso a la celda y el rey promulgó un decreto que obligaba a todos los gobernadores y funcionarios de su país a enviar a su castillo los hechiceros y brujos más expertos que estuvieran bajo sus órdenes o que los reclutaran donde quiera que estos se encontraran.
A los días, arribaron al castillo más de veinte hechiceros y nigromantes, los más respetados de todo el reino. Llevaron a cabo un consejo para cuáles eran los conjuros, hechizos y pócimas más potentes y mortales para acabar con Georgius. Probaron varios maleficios y le hicieron beber espesas y fétidas infusiones de hierbas, sin ningún efecto. Uno de los hechiceros, famoso por su conocimiento en la elaboración de brebajes le dio a beber un veneno poderoso a Georgius, quien dijo: “En el nombre de Dios que por Su veracidad no puede causar daño la mentira de los maliciosos ni la magia de los hechiceros”. Todos esperaban que el profeta se retorciera del dolor y sucumbiera a ese veneno mortífero, pero no fue así, el honorable seguía con vida y sin renunciar a su fe y credo.
El hechicero dijo: “Si le hubiese dado a beber este líquido ponzoñoso a todos los habitantes del mundo, hubiese acabado con la fuerza de todos ellos y transformado su apariencia, hubiesen perdido la visión y extraído sus entrañas. En cambio tú ¡Oh, Georgius!, tú eres luz e iluminación del sendero de la guía, lámpara de la oscuridad para los perdidos; eres verdad y certeza. Atestiguo que Dios es la Verdad y todo fuera de Él es falso. Creo en Él y creo en Sus profetas y me arrepiento de los malos actos que he realizado.
El rey no podía dar crédito a lo que oía de boca del hechicero. Hizo un chasquido con sus dedos y los verdugos decapitaron ahí mismo al mago converso. Georgius fue enviado nuevamente a la cárcel donde lo atormentaron con diversas herramientas de tortura. No contento con ello, el rey, iracundo y frustrado por los infructuosos intentos de exterminar al creyente indoblegable, ordenó que lo partieran en pedazos y echaran en un pozo. Para celebrar su triunfo organizó una gran orgía donde los habitantes de la ciudad, dominados por el frenesí y el desvarío del vino y la música lanzaban los alimentos al aire y contra la cara de las otras personas, fornicaban y peleaban a muerte por cualquier estupidez.
Al ver esto, Dios Todopoderoso ordenó al viento que formara una pavorosa nube. Entonces comenzó a soplar un viento helado y huracanado mientras que una nube oscura y densa se elevaba de forma atemorizante. Rayos y truenos violentos asediaron la ciudad. La tierra tembló y las montañas se abrieron en dos. La gente salió corriendo despavorida temiendo por sus vidas.
Mientras el pánico se apoderaba de la ciudad, Dios ordenó al ángel llamado Miguel que fuera a la boca del pozo donde habían echado los restos del martirizado profeta. Fue y dijo: “¡Levántate con el poder de Dios, Quien te creó y ha bendecido como Su enviado, oh Georgius!” Su cuerpo poco a poco fue reconstituyéndose hasta que finalmente pudo ponerse en pie. Lucía sano, lleno de vida y sin ninguna señal de tortura en su cuerpo. El ángel Miguel lo sacó del pozo y le dijo: “¡Tolera, tolera!, te doy la buena nueva de que has alcanzado cada una de las recompensas divinas.”
El rey Dadan, que estaba seguro de haber matado a Georgius, quedó desconcertado al verlo caminar íntegro y sin ninguna herida. Georgius le dijo: “Dios Todopoderoso me envió para darte un ultimátum”. El rey explotó en cólera cuando escuchó aquella advertencia, no podía concebir que alguien tuviese más poder que él y las divinidades a las que adoraba.
En cambio, el comandante de los ejércitos de Dadan sintió que su corazón daba un vuelco al ver a Georgius vivo después de haber sufrido tan abominables torturas y luego cortado en trozos y lanzado a un pozo. Dijo: “Doy testimonio de que creo en el Dios que te revivió; atestiguo que Él es la Verdad y que cualquier dios fuera de Él es falso”. Cuando el comandante del ejército dijo esto, más de cuatro mil soldados lo imitaron y convirtieron su fe a la de Georgius.
El rey Dadan ordenó a sus guardias que masacraran a todos los conversos. Por los canales y acequias corría la sangre de miles de mártires que habían abandonado la idolatría y abrazado la creencia de un Dios Único y Misericordioso. Gustosos se entregaron a los verdugos para que cortaran sus cabezas o ser degollados. Murieron seguros de que serían recompensados en la Otra Vida.
Después de esta masacre, el rey ordenó que forjaran una gran lámina de cobre y la colocaran sobre el fuego. Cuando la lámina estuvo al rojo vivo tumbaron a Georgius sobre esta hasta que el cobre se fundió. Luego pidió que vertieran el cobre derretido en su boca e introdujeran clavos en sus ojos y cabeza, y que esas heridas fueran rellenadas con la misma materia derretida. Dadan, desesperado, al ver que a pesar de todo esto Georgius continuaba vivo y aferrado a sus creencias, ordenó que construyeran una gran pira alrededor de este con el fin de quemarlo vivo. Georgius ardió hasta quedar convertido en cenizas. El rey, no conforme con ello, mandó a que esparcieran las cenizas por el aire, a todo lo largo de la ciudad y fuera de esta.
El ángel Miguel nuevamente le ordenó a Georgius resucitar en el nombre de Dios. El rey celebraba acompañado de sus generales y súbditos más leales cuando Georgius apareció y volvió a alertarle sobre la existencia de un Dios Único y del castigo que le espera a los incrédulos. Uno de los partidarios del perverso rey se levantó y dijo: “Nos encontramos sentados sobre catorce sillas, y ante nosotros hay una gran mesa. Las maderas de estas son de diversos troncos; algunos árboles frutales y otros no; si pides a tu Dios que cada una de estas maderas las convierta nuevamente en árboles, con sus raíces, corteza, hojas, flores y frutos, entonces te creeré”.
Georgius se arrodilló, elevó sus manos al cielo y suplicó a Dios que se manifestara a través de ese milagro. En ese momento todas las maderas reverdecieron, brotaron de ellas raíces que atravesaron el suelo. Las copas de los árboles se elevaron hasta reventar las vigas del techo y todo se colmó de flores y frutos diversos. El rey en su infinita terquedad, a pesar de haber visto todo aquel prodigio ordenó que colocaran a Georgius en medio de dos maderas, las cortaran por la mitad, luego trajeran una gran olla y vertieran dentro de esta brea, azufre y plomo ardiente. Entonces colocaron el cuerpo sin vida de Georgius dentro de esta olla y la encendieron hasta que el cuerpo de Georgius quedó mezclado con toda esa materia.
La tierra oscureció y Dios Todopoderoso envió a un ángel llamado Serafín. Este ángel gritó tan portentosamente que todos cayeron derribados al suelo, luego volteó la olla y con el poder de Dios Georgius se levantó nuevamente, lleno de vida. Fue a ver a ese malvado rey y otra vez le hizo llegar el mensaje de Dios. La gente quedó estupefacta al verlo una vez más. Una mujer se le acercó y le dijo: “¡Oh siervo digno de Dios! Nosotros teníamos una vaca que de su leche vivíamos. Esta vaca murió; queremos que la revivas para nosotros. Georgius le dio su cayado y dijo: “Tómalo, llévalo y pega sobre la cabeza de esa vaca y di: Georgius dice que te levantes con el permiso de Dios”. La mujer fue a su casa e hizo lo que el profeta le indicó, la vaca revivió y ella se convirtió creyente.
El rey pensó: “¡Si dejo a este hechicero por sí mismo matará a mi nación y gente!” Así que animó a una turba iracunda para que lo llevara fuera de la ciudad y allí degollarlo, pero Georgius le pidió a Dios: “¡Oh, Dios, déjame morir! Castiga a los idólatras, solo te pido que mi nombre y mi recuerdo sea causa de paciencia y tolerancia para aquellos que ante cualquier temor y desastre se acerquen más a Ti”.
Los jazmines de la ciudad acariciaban el aire con su efluvio y los pocos creyentes sentían un gran alivio en su alma. Sin embargo, fuera de las murallas, el tumulto embravecido cortó con saña la cabeza de Georgius. Pero cuando regresaban a la ciudad el castigo Divino los azotó. Simplemente dejaron de existir, abandonaron el mundo sin padecer el dolor que sintió el profeta Georgius a manos de sus torturadores y verdugos. Pero no fue por la Misericordia de Dios. Les esperaba un tormento aún más grande, irían a un lugar donde solo beberían vinagre o agua hirviente y las llagas de su cuerpo jamás sanarían. Allí cada cual recibiría una condena de la misma proporción que su perversidad. Por eso Dios, con su Poder Absoluto solo hizo que todos dejaran de respirar al mismo tiempo, que sus corazones dejaran de latir al mismo tiempo. Simplemente miles cayeron inermes al suelo porque Dios cortó el hilo de la vida que los sostenía. El verdadero castigo estaba por venir y será para toda la Eternidad.