Hacía varios días lo esperaban en una ciudad lejana para concretar un negocio de mucha importancia. Este compromiso lo tenía muy preocupado, porque en su viaje de regreso debía visitar los mercados de varios pueblos para cobrar algunas deudas y ofrecer sus mercancías. Esto le tomaría mucho tiempo. Cómo viajar por tantos días y dejar su casa a merced de los ladrones. Tres cofres de distintos tamaños, hechos de roble y hierro, hermosamente artesonados, contenían todo el patrimonio de este comerciante honesto y trabajador. En ellos había monedas y piezas de oro, joyas y antigüedades muy valiosas que había reunido durante varios años. Una casa sola por tan larga temporada correría el riesgo de que la robasen, sería como abrirle la puerta a los bandidos para que se lleven todo el oro y demás bienes.
Aquel pequeño tesoro estaba destinado a comprar unas fértiles tierras y una casa para su anciana madre y sus hermanos menores. Lo guardaba celosamente, lejos de la vista de los envidiosos y oportunistas. Uno de esos cofres lo tenía escondido bajo el piso de tablas de su cuarto; otro, el más grande de ellos, estaba en el ático de la casa, disimulado bajo un montón de trastos viejos y alfombras; el tercero era mucho más pequeño que los otros, pero contenía las joyas más preciosas y su valor era superior a todo lo demás. Este último cofre lo había guardado tan bien que él mismo no recordaba dónde.
En fin, debía resolver pronto este asunto de la custodia de sus cofres, dejarlos a buen resguardo mientras estuviera ausente, pero no era un problema sencillo. Quién podía ser tan honesto y digno de su confianza para dejarle bajo su cuidado todo el tesoro que había reunido con tanto sacrificio. No era muy común encontrar personas honradas, menos si se trataba de guardar oro y joyas. Era como dejar un trozo de carne al cuidado de un cuervo o de un ave de rapiña. No quedaría nada. ¡Vaya qué dilema este! Tampoco podía dejarlo con su pobre madre, sería exponerla a un riesgo innecesario, los malvivientes la acecharían sin descanso hasta encontrar el momento de robarla. Además, no podía dejar que ella supiera de su riqueza, porque arruinaría la sorpresa que le tenía de comprarle las tierras y una casa.
Tanto buscó y preguntó que a la final decidió acudir al juez de la ciudad. Como se trataba de una autoridad pública, el comerciante tenía garantías de que su oro y joyas estarían a salvo. No había mejor depositario que este y era seguro que a su regreso le devolvería todo su tesoro, sin que nada faltase. En todo caso, ya no contaba con más tiempo, debía partir inmediatamente, así que buscó el tercer cofre que había enterrado al pie de una palmera y fue corriendo hasta el edificio donde despachaba este juez y le dijo:
“Señor juez, eres la persona más confiable de esta ciudad, por eso acudo a ti. Debo irme de viaje a toda prisa, te pido que cuides de mi oro, que seas mi fideicomisario, aquí te dejo cuatro cofres que contienen todo lo que tengo de valor material en esta vida y lo he reunido para beneficio de mi familia, no el mío. Guárdalo hasta que regrese del viaje y si algo me pasara, es mi deseo que lo entregues todo a mi madre o le compres las mejores tierras y una casa para que ella y mis hermanos puedan prosperar.”
El juez respondió: "No hay problema comerciante, deposita tus bienes en esa gran caja de hierro que ves allí y descuida que estarán seguros bajo llaves y candados hasta tu regreso. Vete confiado y sin temor, haz tu viaje sin mortificarte por el oro, cuenta con que te lo devolveré íntegramente, y si algo te pasara ten la seguridad de que tu familia vivirá cómodamente y llevará una vida llena de abundancia con los frutos que cosechen de las tierras que compraré para ellos con tu tesoro. Invertiré todo lo que has dejado en su felicidad".
Pasaron varios meses sin que se supiera nada del comerciante. Un día, muy temprano por la mañana, se le vio entrar a la ciudad, caminaba calmadamente y confiado por la avenida principal. Unos ayudantes iban detrás, arrastrando una pequeña carreta cargada con telas, vasijas y un cofre de metal muy bruñido que reflejaba el sol como un espejo. Fue directamente hasta el palacio del juez. Cuando se anunció, una joven muy sonriente, pero con voz quebradiza, le dijo “Está reunido”. Esperó una hora sin ser atendido, y cuando reclamó la joven le dijo “salió un momento, ya regresa”. El comerciante perdió la paciencia y reclamó a gritos que le atendieran, que era un abuso hacerle esperar tanto tiempo. La joven volvió a hablar para decir esta vez “el juez está atendiendo un caso muy difícil, debe esperar” y justo cuando el comerciante iba a entrar por la fuerza para obligar al juez a dar la cara, este salió por la puerta de su despacho, acompañado de varias personas. "Como ves he regresado del viaje, por favor, devuélveme mi oro".
El juez contestó: “¡¿Qué dices?! Nunca te he visto, no sé quién eres, no te conozco ¿De qué oro me hablas? ¿Acaso me quieres acusar de algo sin pruebas ni testigos?”
El comerciante estaba indignado, no podía creer lo que le estaba pasando, la forma en que este juez se había transformado. Pasó de ser un señor confiable y respetable a un bribón caradura que lo quería estafar. Tuvo que calmarse para no cometer ningún acto que empeorara las cosas. Así que acudió al gobernante de la ciudad y le explicó el asunto. El gobernante escuchó con atención y le dijo: “Hagamos algo, este juez vendrá a verme mañana. Cuando estemos conversando, mi asistente te dará la seña para que entres y le pedirás delante de mí que te devuelva el oro que le has dejado como fideicomiso”.
Al día siguiente, el juez visitó al gobernante. Desde que entró al palacio fue colmado de atenciones, probó algunas bebidas refrescantes y dulces de varios sabores. Se sentía alguien muy importante y reconocido. Al poco rato, los asistentes le hicieron pasar donde se encontraba el gobernante. Ambos conversaron durante un rato y, llegado el momento, el gobernante le dijo en tono mucho más reservado: “Sé que eres muy honrado, que nunca traicionarías a nadie y mucho menos a mí. Por eso debo confiarte algo muy delicado e importante. Este mes haré un largo viaje y quiero dejarte a cargo de la administración del país, mientras yo no esté aquí serás la máxima autoridad y gobernarás con todo el poder que tengo. Deberás ser justo y humilde, bondadoso y honesto. ¿Aceptas?”
El juez se había quedado mudo, más por la codicia que por la sorpresa. Cuando finalmente reaccionó, se acomodó en su silla para decir un efusivo y sonriente “¡¡¡Sí!!!”, y luego, en tono más comedido: “¡Oh Su Señoría! Sí, acepto, Excelentísimo Señor, es un honor inmerecido, pero cuente conmigo, cuidaré del cargo con mi vida y juro que se lo entregaré a su regreso, Ilustrísimo y …” En ese momento, un asistente del gobernante abrió la puerta y anunció la llegada del comerciante, dueño del oro. Apenas entró, saludó con cortesía y dijo: “Juez, tengo un fideicomiso contigo. Devuélveme el oro que dejé a tu cuidado durante mi ausencia.”
El juez se sonrojo, más de rabia que de vergüenza, por tan inesperada intromisión del comerciante; y mirándolo de reojo, como para restarle importancia al reclamo que hacía, le dijo de forma muy serena: "Descuida comerciante, mis ayudantes te guiarán hasta la caja que contiene los tres cofres que me has confiado. Ve ya, te esperan afuera, date prisa”.
El gobernante dijo: “Juez, ya te puedes retirar, debo atender algunos asuntos de Estado. Te estaré informando sobre mi viaje”.
Pasaron varios días y el juez no había sido llamado por el gobernante. La ansiedad no lo dejaba dormir. Pensaba: “Cuándo viajará este viejo incompetente, por qué tarda tanto en salir, no merece ser un gobernante, yo lo haría mucho mejor” Quería gobernar de inmediato, tener todo el poder en sus manos, pero nadie tocaba a su puerta ni recibía ninguna carta, documento, recado o invitación para informarle acerca de esos asuntos que tanto le mortificaban. No aguantaba más ese silencio y fue hasta el palacio a preguntarle directamente al gobernante.
Esta vez fue recibido con cortesía, pero sin agasajos de ningún tipo. No le ofrecieron asiento, se quedó de pie a la espera de que el gobernante lo recibiera. “Ya fue anunciado, Señor Juez, pronto será atendido”, le dijo un joven al momento de recibir su sombrero y abrigo. Solo le ofrecieron agua y té. Al cabo de un largo rato, le invitaron a pasar.
El gobernante le dijo:
“Saludos juez, a qué has venido, no te esperaba”.
“Mi Señor, Su Eminencia…”, pero el gobernante lo interrumpió de inmediato: “!Ahórrate las lisonjas, juez!, habla ya, que debo atender a unos buenos ciudadanos que han venido a verme. El juez prosiguió, desconcertado por el trato que le daba el gobernante: “He venido para saber de tu viaje, arreglar todos los detalles legales de la transferencia del gobierno y mi proclamación como gobernante encargado”
El gobernante soltó una carcajada que se escuchó en todo el palacio: “¡Ja, ja, ja! Qué dices, juez, a qué te refieres. De dónde sacas que voy a entregarte mi gobierno. Prefiero depositar mi confianza en estos campesinos que han venido a hablar conmigo y no en ti que te negabas a devolver el oro a aquel noble comerciante que te escogió como depositario honesto. Fui testigo de que solo accediste a devolvérselo cuando te ofrecí el poder de mi cargo. Si en verdad tuviese necesidad de viajar y ausentarme por un largo tiempo ¿qué te podría ofrecer a cambio para que me devuelvas el gobierno y el país?
...
Imam Sadiq, la paz sea con él, dijo:
No se fijen en la larga inclinación (Ruku) y prosternación (Suyud) de alguien [es decir, no las consideren como una prueba de su bondad y pureza], dado que si este dejara de hacerlo se sentiría aturdido [por estar acostumbrado a practicar estos cultos]; en cambio, miren la veracidad de sus palabras y el cumplimiento de sus obligaciones (compromisos, deudas, encargos).
Puede consultar las fuentes bibliográficas y el glosario en este enlace
fatimatv.es/saberes/069
Te despido hasta otro cuento, hasta el próximo sábado. Adiós.