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Descripción

Un extraño toca a la puerta de una humilde casa y encuentra un gran tesoro. Allí vive un huérfano que posee un alma muy piadosa. Ayudado por ese extraño y en tan solo tres días, el huérfano pasa de ser un recolector de espinas a un poderoso gobernante. Descubre quién era ese extraño sujeto, cuál es el tesoro que encontró y qué rumbo toma la vida del noble joven.

Transcripción

En algunos libros se ha transmitido que el profeta Jesús (la paz sea con él), en una ocasión, salió en busca de gente que necesitara ser guiada por el buen camino. Acompañado por varios de sus Apóstoles, viajó para encontrar a cualquiera que mereciese salvarse del torbellino de la perdición. Estaba completamente seguro de que, a través de sus atributos proféticos, encontraría a las personas correctas y las ayudaría a alcanzar la salvación mediante sus recomendaciones y prédicas.
Un día, durante su travesía, llegaron a las afueras de la ciudad principal de aquel país. De pronto, mientras tomaban un descanso, vieron cómo un fabuloso tesoro se materializaba justo frente a ellos. Los Apóstoles se sintieron muy afortunados al ver que nada ni nadie les impedía apropiarse de aquella descomunal riqueza. La codiciosa había corrompido sus corazones. Así que no dudaron en solicitarle permiso al Profeta Jesús; le dijeron: “¡Oh, Espíritu de Dios! déjanos apropiarnos de este tesoro para que no se desperdicie y termine inútilmente abandonado en este desierto”.
Jesús les respondió: “Este tesoro, aparte de desgracias y sufrimientos, no tendrá mejor fruto ni resultado; en cambio, sospecho que en esa ciudad hay un mayor tesoro que no ha de provocar ningún malestar o amargura. Hacia allá me dirijo, a ver si puedo encontrarlo y traerlo hasta aquí. Permanezcan juntos en este lugar hasta mi regreso.”
Ellos exclamaron: “¡Oh, Espíritu de Dios, cuídate mucho! Se dice que en esa ciudad abunda la maldad; al parecer, matan a cualquier extraño que la visite”.
El profeta Jesús dijo: “Matan solo a aquel que codicie su mundo y yo no tengo nada que ver con su mundo”.
Cuando el profeta Jesús entró en la ciudad, paseó por sus calles con toda confianza y tranquilidad. Mediante su discernimiento y perspicacia de profeta, observaba las puertas y paredes de todas las casas. De pronto, se detuvo ante una cuya fachada y tejado estaban completamente arruinados. En comparación con las demás viviendas, esta se veía muy mal construida y menos próspera. Se quedó parado allí pensando: “Los tesoros más preciosos se encuentran siempre bajo las ruinas; y si alguien en esta ciudad es digno de ser guiado, este debería encontrarse bajo este humilde techo”.
En ese preciso momento, salió al portal una débil y encanecida anciana. Ella preguntó: “¿Quién eres?”
Jesús dijo: “Un extraño. No soy de aquí, acabo de llegar a esta ciudad y ya es tarde; te pido refugio solo por esta noche.”
La mujer le explicó con cierta ternura en su voz: “Hijo mío, en verdad no debería darte cobijo. Nuestro soberano ordenó que no dejáramos entrar a desconocidos en nuestra casa. Lo correcto sería gritar y pedir ayuda, pero al contemplar tu rostro y sentir tu mirada piadosa tengo la certeza de que eres una persona de bien a la que no se le puede rechazar. Acércate, pasa adelante”.
Cuando el profeta Jesús traspasó el umbral de la puerta fue como si el sol de la profecía hubiese brillado dentro de esa casa vieja y sombría. Todo se tornó muy acogedor, limpio y perfumado. Aquella noble anciana era la viuda de un hombre cuyo oficio consistía en recoger cardos, zarzales y espinos en el desierto, los cuales se usaban como combustible para hacer hogueras o como cercados para proteger los campos y viñas. Las vendían por muy poco dinero o cambiaban por algo de alimento. Él había fallecido hace ya algunos años, así que el único hijo nacido de ese matrimonio tuvo que aprender el oficio de su padre; creció llevando a cabo ese duro y mal pagado trabajo, con el cual apenas podían sobrevivir. 
Al poco rato, el hijo de la anciana abrió la puerta, entró y saludo respetuosamente a su madre y al invitado desconocido, el profeta Jesús. Este huérfano de padre ya había crecido y tenía muy buen aspecto, pero seguía siendo muy joven. Regresaba a casa después de un fatigoso día de faena en el desierto. Su madre le dijo: “Hoy tenemos a un invitado querido en casa, llévale lo que trajiste y atiéndelo de la mejor manera posible”.
El huérfano buscó todo el pan seco que había ganado en su día de trabajo y lo compartió con el profeta Jesús, quien era un completo extraño para él. Ambos comieron y comenzaron a platicar sobre varios asuntos. Fue ahí donde el Profeta comprendió que este huérfano escondía un gran secreto, pero al mismo tiempo veía en él nobles virtudes. 
Por medio de sus cualidades proféticas, Jesús penetró en el corazón del joven huérfano y vio en él un altísimo grado de madurez, modestia, capacidad y buen carácter moral. Sin embargo, padecía de una gran tristeza. Un profundo desconsuelo lo atormentaba. El Profeta quiso indagar acerca de las causas que provocaban esa fuerte aflicción, pero el joven evadía y ocultaba con más empeñó cualquier señal que delatara la razón de su tristeza. Incómodo por aquella situación, se levantó y fue a donde se encontraba la anciana para pedirle consejo: “Madre, este extraño se esfuerza mucho en descubrir mi estado. Promete, si se lo revelo, que hará lo imposible para quitarme esta tristeza y preocupación que llevo conmigo, ¿qué piensas de ello madre?, ¿lo hago?” 
La madre contestó: “Por su rostro luminoso entendí que tiene suficientes atributos para guardar cualquier secreto y el poder para resolver los problemas de la gente, incluso de la humanidad… revélale sin temor tu secreto y aférrate a él para buscar las soluciones”.
El joven regresó a donde estaba el Profeta y confesó cuál era la pena que le agobiaba: 
“Mi padre era un buen hombre que recolectaba espinas en el desierto; él murió y ahora yo soy su huérfano... de modo que acordé con mi madre que yo continuaría con aquel trabajo… y así lo hice… orgulloso de mi padre, me dediqué con mucho esmero a recolectar las espinas y la poca leña que se puede encontrar en la aridez de ese paisaje...Así que estamos sumidos en una profunda pobreza... 
Pero esa no es la razón de mi tormento… nuestro soberano tiene una hija que es inigualable en belleza, atracción, inteligencia y bondad… él la cela y protege en demasía. Los más poderosos y acaudalados señores de la región se la han pedido en matrimonio…y él se ha negado a dárselas. Ella habita en un palacio que se encuentra bastante retirado de aquí, en una montaña. Un día, pasé por ese lugar a llevar unos encargos y la vi por primera vez, estaba asomada en la ventana de una alta torre… desde entonces estoy enfermo de amor por ella. Hasta ahora no le había confesado a nadie este dolor que llevo oculto… es eso lo que tú has visto en mi corazón y lo que me tiene tan afligido”.
El Profeta le preguntó: “¿Quieres que pida en matrimonio a esta joven para ti?”
El joven contestó: “Sabes que es algo imposible. Si el sultán despreció a esos señores tan nobles ¿cómo crees que pueda aceptarme a mí, para él debo ser un desarrapado, casi un indigente? He allí mi gran desdicha. Me sorprende que alguien tan iluminado como tú quiera burlarse de mí. Te confesé mi secreto, sabía que no debía hacerlo. Ahora que conoces mi difícil situación ¿me ridiculizas?”
El Profeta Jesús dijo: “Nunca he ridiculizado a nadie, y burlarse de los demás es un acto de hombres ignorantes. No te propondría aquello que no puedo cumplir; si te lo ofrezco, ten la certeza de que se hará realidad. Si lo deseas, mañana esta joven de la que me has hablado se encontrará entre tus brazos”.
El joven fue a donde se encontraba su madre y la puso al tanto de lo que el enigmático invitado le había ofrecido; ella le dijo: “Ya te he dicho que este hombre cumple lo que dice, entonces aférrate a él y acompáñalo”.
Se hizo de noche y todos se retiraron a sus habitaciones. Jesús se puso a orar y suplicaba a Dios Altísimo por el bienestar de este piadoso y generoso huérfano. El joven, por su parte, no podía conciliar el sueño, daba vueltas en su lecho debido a ese insoportable sentimiento de amor no correspondido e imposible.
Al día siguiente, apenas amaneció, el Profeta llamó al joven y le dijo: «Ve a casa del sultán y cuando lleguen sus comandantes y ministros para reunirse con él, diles: “Tengo una solicitud para el soberano”. Ellos preguntarán cuál es tu deseo, y tú les dirás: “Vine a pedir a su hija en matrimonio”. Haz esto y luego regresa a informarme de lo que haya acontecido allí».

El joven siguió las instrucciones del extraño invitado. Llegó al castillo donde vivía la mujer que amaba e hizo su petición. Como era de esperarse, los comandantes y ministros rieron a carcajadas. Más tarde, durante la Audiencia, en tono de burla, la comitiva le contó al sultán acerca de la solicitud del atrevido joven. El sultán solo sonrió y, curioso por saber quién era aquel osado, pidió que lo trajeran ante él. 
El huérfano se presentó en el gran salón donde estaba reunido el soberano con aquellos señores de distinguida apariencia, hablar grave y gestos refinados. Las ropas del joven eran harapientas y muy rasgadas a causa de las espinas que recolectaba, estaba descalzo y sus manos mostraban las cicatrices y callosidades que el duro trabajo había tatuado en ellas. Sin embargo, el sultán se fijó más en su rostro, al que encontró radiante, plácido y virtuoso; y en sus ojos, que irradiaban paz, sinceridad e inteligencia. 
Ambos conversaron por un largo rato, mientras los comandantes y ministros esperaban allí callados y notoriamente incómodos. Trataron sobre diversos temas morales, espirituales y hasta políticos. El sultán no tardó en darse cuenta que aquel muchacho era completamente cuerdo y nada estúpido, que era poseedor de sublimes atributos y de un buen carácter; además, era dueño de una peculiar y temprana sabiduría sobre muchos aspectos de la vida. También pudo apreciar el profundo y verdadero amor que el joven sentía por su hija. A pesar de ello, quiso someterlo a una difícil prueba que de seguro lo desalentaría por completo: “Cuentas con muchas cualidades que superan con creces a los anteriores pretendientes. Pero solo te daré a mi hija en matrimonio si tienes la capacidad de pagar la dote que te exijo. Debes traerme este mantel lleno de rubíes y cada uno debe pesar no menos de ¡quinientos gramos!”
El joven aceptó el reto y pidió para ello un plazo. Regresó a donde se encontraba el Profeta Jesús y lo puso al tanto de lo sucedido. Jesús dijo: “Qué fácil es lo que te pide, ven conmigo”. Entonces Jesús tomó el mantel y juntos se dirigieron al traspatio de la ruinosa casa. Una vez allí, le dijo el Profeta: “Recoge estos guijarros que ves y ponlos sobre la tela que te ha dado el sultán hasta cubrirla por completo”. El joven se quedó paralizado por un momento, su cara era de total desconcierto, sin embargo, vino a su mente lo que le había aconsejado su madre; de modo que decidió no contradecir al invitado y cumplir en silencio con la tarea. Echó todos los escombros que pudo sobre el fino mantel. Al terminar, le dijo el Profeta: “Ahora toma el mantel, haz un nudo y llévaselo a su dueño, que sea él quien lo abra y no tú, confía en mí.”
El joven pidió prestada una mula y cargó sobre ella el pesado bulto. Subió la inclinada cuesta que lleva al castillo Los guardias de la entrada lo escoltaron ante el sultán: “Mi señor, he traído lo que me has pedido, pero has de ser tú quien abra el mantel”. El sultán no esperaba que este joven pretendiente, hambriento y casi indigente, regresara y cumpliera con semejante dote. Pensó que aquella absurda encomienda arrancaría de cuajo aquel amor por su hija. Se acercó con gran curiosidad y desató el nudo del mantel. Al abrirse la tela, el brillo rojizo de unos enormes rubíes se reflejó en los ojos atónitos de todos los cortesanos que estaban allí presentes; aunque el más sorprendido de todos era el propio joven, quien pensó que solo habría piedras y tierra en aquella tela.
El sultán, que era muy astuto y calculador, consideró que el joven pretendiente había superado con suma facilidad aquella prueba y seguramente escondía un tesoro mucho más grande o contaba con la ayuda de algún poderoso benefactor que tenía siniestros propósitos. Así que le dijo: “¡Un mantel de piedras preciosas es muy poco para darte a mi hija en matrimonio, ahora quiero diez manteles y que cada uno contenga un tipo diferente de joya!”
El joven, regresó muy desconsolado, pero recordó nuevamente las palabras de su madre: “este hombre cumple lo que dice… aférrate a él…”. Le contó a Jesús sobre el nuevo encargo y de inmediato se dispusieron a llenar de guijarros y terrones de tierra todas las telas. Al terminar, Jesús le dijo: “Ve en el nombre de Dios, afuera encontrarás ayuda para transportar todo el cargamento, confía en mí.” El joven marchó nuevamente hacia el castillo con esa pesada y valiosa carga. 
Los manteles fueron dispuestos ordenadamente a los pies del sultán, quien se encontraba sentado en su trono. Se levantó con gran ansiedad y empezó a abrir temblorosamente cada uno de los bultos. Cada vez que abría uno se liberaba una luz refulgente que iluminaba el gran salón. Cada luz era de un color distinto, según el tipo de piedra preciosa que contenía el mantel. Todos quedaron pasmados y mudos ante el inmenso tesoro que tenían al frente; incluyendo, por supuesto, al propio pretendiente. Jamás se había visto tal cantidad y variedad de joyas.
El soberano le dijo al joven: “Todo esto no puede ser tuyo, eres muy pobre y sé que no eres un ladrón. Tampoco eres un profeta ni tienes el poder para materializar de la nada algo tan asombroso como esto. Así que dime honestamente ¿quién te ha dado tan extraordinario tesoro?”
El huérfano le relato lo sucedido al soberano y este le dijo: “Ahora comprendo todo. Este extraño al que te refieres no puede ser otro que Jesús, hijo de María; tráelo, dile que despose a mi hija contigo.”
El profeta Jesús acudió al llamado para desposar a la hija del soberano con el joven enamorado. Para celebrar tan importante acontecimiento, el sultán pidió a sus criados que confeccionaran costosos vestidos para su futuro yerno, que lo asearan y perfumaran, y que fuera adornado con hermosas joyas. Esa misma noche se llevó a cabo el matrimonio y el sultán ofreció un gran festín. El Profeta cumplió con la ceremonia y de inmediato regresó a la casa ruinosa.
Al día siguiente, el sultán invitó al joven a pasear por los jardines del palacio. Le hizo muchas preguntas mientras caminaban en medio de bellas fuentes de agua y coloridas arcadas de flores. Esta vez vio en el muchacho muchas más señales de un elevado grado de inteligencia y sana agudeza, así como sobrada piedad, paciencia y humildad. Como el sultán no tenía hijos varones, no dudó en designar a su bondadoso y justo yerno como su legítimo heredero. Convocó de inmediato a sus comandantes, a grandes personalidades y a la gente más noble del país; explicó a todas las razones de su decisión y pidió que le juraran lealtad a quien sería su heredero. Todos aceptaron complacidos y el joven fue aclamado.
Extrañamente, esa misma noche el sultán falleció, simplemente dejó de respirar y su rostro se veía sereno y complacido. El joven fue llamado a ocupar el trono de inmediato y a atender todos los asuntos administrativos y políticos que estaban pendientes. Tras ese lamentable acontecimiento se hizo dueño absoluto de todos los tesoros y posesiones que allí había, incluyendo las maravillosas joyas que él mismo había dado como dote. Los comandantes, ministros, soldados y ciudadanos se arrodillaron ante él.
Durante todo ese tiempo, Jesús estuvo hospedado en casa de la afable viuda. Pero llegó el momento de partir y dejar atrás esas tierras. Se despidió de ella y le prometió que los días por venir serían de gran regocijo y que ambos se encontrarían nuevamente, pero esta vez en un lugar de mucha abundancia y paz. Antes de seguir su camino quiso despedirse del nuevo soberano, quien antes había sido un humilde recolector de cardos, espinos y zarzales.
Apenas Jesús entró al salón del trono, el joven sultán se abalanzó hacia él y abrazó sus rodillas, aferrándose fuertemente a las vestiduras del Profeta. Sollozante le dijo: “¡Oh, gran sabio! ¡Oh, mi guía! Ciertamente eres el Profeta Jesús, hijo de María y no tuve la suficiente lucidez para reconocerte. Siempre te vi y traté como a un extraño. Tienes tanto derecho sobre este débil indigente que si permaneciese vivo todo el tiempo del mundo jamás podría pagar con mis servicios ni un décimo de lo que me has otorgado. Ahora ha crecido una duda en mi corazón que me ha mantenido en vela toda la noche. No he tenido tiempo ni voluntad de probar todos los placeres materiales con los que me has colmado y, si no resuelves este nuevo asunto que me aqueja, nada de esto tendrá sentido ni beneficio para mí.”.
El Profeta Jesús preguntó: “Ponte de pie hijo ¿Qué duda es la que te tiene tan confundido?”
Contestó el antiguo recolector de cardos silvestres: “El asunto que perturba mi mente es que si has tenido el poder de sacarme de la humildad y sentarme en el trono de la grandeza; de convertirme a mí, un harapiento recolector de espinas, en un rico soberano y tener como consorte a la mujer más hermosa y noble que existe en tan solo tres días, ¿por qué te place llevar esas ropas viejas y comes solo la escasa migaja de pan que te hemos podido dar en casa? Podría hacerte un hombre inmensamente rico y, sin embargo, partes de viaje sin probar nada de esta abundancia que tú mismo has propiciado. ¿Por qué, si tanto poder tienes, no cuentas con sirviente ni montura, sin dinero ni amada?”
Jesús le respondió: “Te he dado mucho más de lo que pedías ¿Ahora qué quieres de mí?”
Dijo el joven sultán: “¡Oh, grandioso benefactor! Si no resuelves este problema y deshaces este nudo en mi corazón es como si no hubieses hecho nada bueno por mí, no me beneficiaré de nada de lo que me has dado”.
El Profeta Jesús dijo: “¡Oh, hijo mío! Estos placeres terrenales solo tienen valor para quien desconoce el placer eterno de la Otra Vida. Quien elige la soberanía aparente es porque no ha encontrado el placer de la soberanía espiritual. ¿Acaso no es suficiente el ejemplo del sultán que hace unos días estaba sentado en ese mismo trono?  Él se sentía orgulloso por los asuntos materiales y por el poder que tenía sobre los demás, pero ahora se encuentra bajo la tierra y nadie lo recuerda. ¿De qué sirve la riqueza y el gobierno si al final termina en humillación y de qué sirve el placer que se transforma en dificultad y problema? En cambio, los que son amigos de Dios y se acercan a Él se benefician de los conocimientos divinos. Todo lo que aquí ves no tiene ningún valor, todo es vano e inútil. Existen placeres tan sublimes en el Paraíso y es tan perfecto y complaciente el amor de Dios, que nada en este mundo se le puede comparar. 
Cuando Jesús terminó de decir esto, el joven se asió nuevamente al vestido del Profeta, y le dijo: “Entendí todo lo que me acabas de decir y sin duda has desatado ese apretado nudo que asfixiaba mi corazón, pero ahora colocaste en él un nuevo nudo mucho más grande y apretado”
Jesús preguntó: “¿Cuál?”
“Llegaste a mi casa sin anunciarte y nunca revelaste tu identidad. Te dimos cobijo a pesar de que eras un extraño. Pero sé que no eres capaz de traicionar a nadie o hacer algo que desfavorezca a quienes te han abierto su corazón. Entonces dime ¿Qué sentido tiene que me alejaras de algo original y eterno como lo que describes y a cambio darme solo cosas mundanales y sin valor?  ¿Por qué me negarías el beneficio de ese reino inmortal y de ese placer sublime y trascendente?”.
El Profeta Jesús dijo: “Quería probarte y ver si cuentas con la capacidad o no para alcanzar ese elevado nivel. Ahora dime tú, después de haber probado este placer terrenal ¿lo dejarías por el placer inmortal del que te he hablado? Si lo dejaras en este momento tu recompensa será mucho mayor y serías un ejemplo a seguir, una guía para aquellos que desean obtener la felicidad total en la Otra Vida, pero se extravían debido a esta falsa belleza del mundo”.
Entonces el joven sultán, quien había sido un recolector de cardos, zarzales y espinos, se despojó de las finas ropas y las costosas joyas, abandonó el falso reino y entró con certeza en el sendero de Dios para obtener el reino espiritual. Luego el Profeta Jesús lo llevó ante los Apóstoles y dijo: “He aquí el verdadero tesoro del que les hablé. En tan solo tres días hice que este joven dejara de ser un desdichado recolector de espinas para convertirse en yerno del sultán, luego en heredero al trono y finalmente en un rico y poderoso soberano. Sin embargo, renunció a todo ello y decidió seguir mi camino. En cambio, ustedes, después de muchos años a mi lado se vieron rápidamente seducidos por este ilusorio tesoro que solo trae consigo terribles tormentos. Al abandonar el camino recto me abandonaron también a mí”.
Este joven fue una de las elevadas eminencias de la religión y un gran grupo de personas, por la bendición de él, fue guiado hacia el sendero de la Verdad.

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Un extraño toca a la puerta de una humilde casa y encuentra un gran tesoro. Allí vive un huérfano que posee un alma muy piadosa. Ayudado por ese extraño y en tan solo tres días, el huérfano pasa de ser un recolector de espinas a un poderoso gobernante. Descubre quién era ese extraño sujeto, cuál es el tesoro que encontró y qué rumbo toma la vida del noble joven.

En algunos libros se ha transmitido que el profeta Jesús (la paz sea con él), en una ocasión, salió en busca de gente que necesitara ser guiada por el buen camino. Acompañado por varios de sus Apóstoles, viajó para encontrar a cualquiera que mereciese salvarse del torbellino de la perdición. Estaba completamente seguro de que, a través de sus atributos proféticos, encontraría a las personas correctas y las ayudaría a alcanzar la salvación mediante sus recomendaciones y prédicas.
Un día, durante su travesía, llegaron a las afueras de la ciudad principal de aquel país. De pronto, mientras tomaban un descanso, vieron cómo un fabuloso tesoro se materializaba justo frente a ellos. Los Apóstoles se sintieron muy afortunados al ver que nada ni nadie les impedía apropiarse de aquella descomunal riqueza. La codiciosa había corrompido sus corazones. Así que no dudaron en solicitarle permiso al Profeta Jesús; le dijeron: “¡Oh, Espíritu de Dios! déjanos apropiarnos de este tesoro para que no se desperdicie y termine inútilmente abandonado en este desierto”.
Jesús les respondió: “Este tesoro, aparte de desgracias y sufrimientos, no tendrá mejor fruto ni resultado; en cambio, sospecho que en esa ciudad hay un mayor tesoro que no ha de provocar ningún malestar o amargura. Hacia allá me dirijo, a ver si puedo encontrarlo y traerlo hasta aquí. Permanezcan juntos en este lugar hasta mi regreso.”
Ellos exclamaron: “¡Oh, Espíritu de Dios, cuídate mucho! Se dice que en esa ciudad abunda la maldad; al parecer, matan a cualquier extraño que la visite”.
El profeta Jesús dijo: “Matan solo a aquel que codicie su mundo y yo no tengo nada que ver con su mundo”.
Cuando el profeta Jesús entró en la ciudad, paseó por sus calles con toda confianza y tranquilidad. Mediante su discernimiento y perspicacia de profeta, observaba las puertas y paredes de todas las casas. De pronto, se detuvo ante una cuya fachada y tejado estaban completamente arruinados. En comparación con las demás viviendas, esta se veía muy mal construida y menos próspera. Se quedó parado allí pensando: “Los tesoros más preciosos se encuentran siempre bajo las ruinas; y si alguien en esta ciudad es digno de ser guiado, este debería encontrarse bajo este humilde techo”.
En ese preciso momento, salió al portal una débil y encanecida anciana. Ella preguntó: “¿Quién eres?”
Jesús dijo: “Un extraño. No soy de aquí, acabo de llegar a esta ciudad y ya es tarde; te pido refugio solo por esta noche.”
La mujer le explicó con cierta ternura en su voz: “Hijo mío, en verdad no debería darte cobijo. Nuestro soberano ordenó que no dejáramos entrar a desconocidos en nuestra casa. Lo correcto sería gritar y pedir ayuda, pero al contemplar tu rostro y sentir tu mirada piadosa tengo la certeza de que eres una persona de bien a la que no se le puede rechazar. Acércate, pasa adelante”.
Cuando el profeta Jesús traspasó el umbral de la puerta fue como si el sol de la profecía hubiese brillado dentro de esa casa vieja y sombría. Todo se tornó muy acogedor, limpio y perfumado. Aquella noble anciana era la viuda de un hombre cuyo oficio consistía en recoger cardos, zarzales y espinos en el desierto, los cuales se usaban como combustible para hacer hogueras o como cercados para proteger los campos y viñas. Las vendían por muy poco dinero o cambiaban por algo de alimento. Él había fallecido hace ya algunos años, así que el único hijo nacido de ese matrimonio tuvo que aprender el oficio de su padre; creció llevando a cabo ese duro y mal pagado trabajo, con el cual apenas podían sobrevivir. 
Al poco rato, el hijo de la anciana abrió la puerta, entró y saludo respetuosamente a su madre y al invitado desconocido, el profeta Jesús. Este huérfano de padre ya había crecido y tenía muy buen aspecto, pero seguía siendo muy joven. Regresaba a casa después de un fatigoso día de faena en el desierto. Su madre le dijo: “Hoy tenemos a un invitado querido en casa, llévale lo que trajiste y atiéndelo de la mejor manera posible”.
El huérfano buscó todo el pan seco que había ganado en su día de trabajo y lo compartió con el profeta Jesús, quien era un completo extraño para él. Ambos comieron y comenzaron a platicar sobre varios asuntos. Fue ahí donde el Profeta comprendió que este huérfano escondía un gran secreto, pero al mismo tiempo veía en él nobles virtudes. 
Por medio de sus cualidades proféticas, Jesús penetró en el corazón del joven huérfano y vio en él un altísimo grado de madurez, modestia, capacidad y buen carácter moral. Sin embargo, padecía de una gran tristeza. Un profundo desconsuelo lo atormentaba. El Profeta quiso indagar acerca de las causas que provocaban esa fuerte aflicción, pero el joven evadía y ocultaba con más empeñó cualquier señal que delatara la razón de su tristeza. Incómodo por aquella situación, se levantó y fue a donde se encontraba la anciana para pedirle consejo: “Madre, este extraño se esfuerza mucho en descubrir mi estado. Promete, si se lo revelo, que hará lo imposible para quitarme esta tristeza y preocupación que llevo conmigo, ¿qué piensas de ello madre?, ¿lo hago?” 
La madre contestó: “Por su rostro luminoso entendí que tiene suficientes atributos para guardar cualquier secreto y el poder para resolver los problemas de la gente, incluso de la humanidad… revélale sin temor tu secreto y aférrate a él para buscar las soluciones”.
El joven regresó a donde estaba el Profeta y confesó cuál era la pena que le agobiaba: 
“Mi padre era un buen hombre que recolectaba espinas en el desierto; él murió y ahora yo soy su huérfano... de modo que acordé con mi madre que yo continuaría con aquel trabajo… y así lo hice… orgulloso de mi padre, me dediqué con mucho esmero a recolectar las espinas y la poca leña que se puede encontrar en la aridez de ese paisaje...Así que estamos sumidos en una profunda pobreza... 
Pero esa no es la razón de mi tormento… nuestro soberano tiene una hija que es inigualable en belleza, atracción, inteligencia y bondad… él la cela y protege en demasía. Los más poderosos y acaudalados señores de la región se la han pedido en matrimonio…y él se ha negado a dárselas. Ella habita en un palacio que se encuentra bastante retirado de aquí, en una montaña. Un día, pasé por ese lugar a llevar unos encargos y la vi por primera vez, estaba asomada en la ventana de una alta torre… desde entonces estoy enfermo de amor por ella. Hasta ahora no le había confesado a nadie este dolor que llevo oculto… es eso lo que tú has visto en mi corazón y lo que me tiene tan afligido”.
El Profeta le preguntó: “¿Quieres que pida en matrimonio a esta joven para ti?”
El joven contestó: “Sabes que es algo imposible. Si el sultán despreció a esos señores tan nobles ¿cómo crees que pueda aceptarme a mí, para él debo ser un desarrapado, casi un indigente? He allí mi gran desdicha. Me sorprende que alguien tan iluminado como tú quiera burlarse de mí. Te confesé mi secreto, sabía que no debía hacerlo. Ahora que conoces mi difícil situación ¿me ridiculizas?”
El Profeta Jesús dijo: “Nunca he ridiculizado a nadie, y burlarse de los demás es un acto de hombres ignorantes. No te propondría aquello que no puedo cumplir; si te lo ofrezco, ten la certeza de que se hará realidad. Si lo deseas, mañana esta joven de la que me has hablado se encontrará entre tus brazos”.
El joven fue a donde se encontraba su madre y la puso al tanto de lo que el enigmático invitado le había ofrecido; ella le dijo: “Ya te he dicho que este hombre cumple lo que dice, entonces aférrate a él y acompáñalo”.
Se hizo de noche y todos se retiraron a sus habitaciones. Jesús se puso a orar y suplicaba a Dios Altísimo por el bienestar de este piadoso y generoso huérfano. El joven, por su parte, no podía conciliar el sueño, daba vueltas en su lecho debido a ese insoportable sentimiento de amor no correspondido e imposible.
Al día siguiente, apenas amaneció, el Profeta llamó al joven y le dijo: «Ve a casa del sultán y cuando lleguen sus comandantes y ministros para reunirse con él, diles: “Tengo una solicitud para el soberano”. Ellos preguntarán cuál es tu deseo, y tú les dirás: “Vine a pedir a su hija en matrimonio”. Haz esto y luego regresa a informarme de lo que haya acontecido allí».

El joven siguió las instrucciones del extraño invitado. Llegó al castillo donde vivía la mujer que amaba e hizo su petición. Como era de esperarse, los comandantes y ministros rieron a carcajadas. Más tarde, durante la Audiencia, en tono de burla, la comitiva le contó al sultán acerca de la solicitud del atrevido joven. El sultán solo sonrió y, curioso por saber quién era aquel osado, pidió que lo trajeran ante él. 
El huérfano se presentó en el gran salón donde estaba reunido el soberano con aquellos señores de distinguida apariencia, hablar grave y gestos refinados. Las ropas del joven eran harapientas y muy rasgadas a causa de las espinas que recolectaba, estaba descalzo y sus manos mostraban las cicatrices y callosidades que el duro trabajo había tatuado en ellas. Sin embargo, el sultán se fijó más en su rostro, al que encontró radiante, plácido y virtuoso; y en sus ojos, que irradiaban paz, sinceridad e inteligencia. 
Ambos conversaron por un largo rato, mientras los comandantes y ministros esperaban allí callados y notoriamente incómodos. Trataron sobre diversos temas morales, espirituales y hasta políticos. El sultán no tardó en darse cuenta que aquel muchacho era completamente cuerdo y nada estúpido, que era poseedor de sublimes atributos y de un buen carácter; además, era dueño de una peculiar y temprana sabiduría sobre muchos aspectos de la vida. También pudo apreciar el profundo y verdadero amor que el joven sentía por su hija. A pesar de ello, quiso someterlo a una difícil prueba que de seguro lo desalentaría por completo: “Cuentas con muchas cualidades que superan con creces a los anteriores pretendientes. Pero solo te daré a mi hija en matrimonio si tienes la capacidad de pagar la dote que te exijo. Debes traerme este mantel lleno de rubíes y cada uno debe pesar no menos de ¡quinientos gramos!”
El joven aceptó el reto y pidió para ello un plazo. Regresó a donde se encontraba el Profeta Jesús y lo puso al tanto de lo sucedido. Jesús dijo: “Qué fácil es lo que te pide, ven conmigo”. Entonces Jesús tomó el mantel y juntos se dirigieron al traspatio de la ruinosa casa. Una vez allí, le dijo el Profeta: “Recoge estos guijarros que ves y ponlos sobre la tela que te ha dado el sultán hasta cubrirla por completo”. El joven se quedó paralizado por un momento, su cara era de total desconcierto, sin embargo, vino a su mente lo que le había aconsejado su madre; de modo que decidió no contradecir al invitado y cumplir en silencio con la tarea. Echó todos los escombros que pudo sobre el fino mantel. Al terminar, le dijo el Profeta: “Ahora toma el mantel, haz un nudo y llévaselo a su dueño, que sea él quien lo abra y no tú, confía en mí.”
El joven pidió prestada una mula y cargó sobre ella el pesado bulto. Subió la inclinada cuesta que lleva al castillo Los guardias de la entrada lo escoltaron ante el sultán: “Mi señor, he traído lo que me has pedido, pero has de ser tú quien abra el mantel”. El sultán no esperaba que este joven pretendiente, hambriento y casi indigente, regresara y cumpliera con semejante dote. Pensó que aquella absurda encomienda arrancaría de cuajo aquel amor por su hija. Se acercó con gran curiosidad y desató el nudo del mantel. Al abrirse la tela, el brillo rojizo de unos enormes rubíes se reflejó en los ojos atónitos de todos los cortesanos que estaban allí presentes; aunque el más sorprendido de todos era el propio joven, quien pensó que solo habría piedras y tierra en aquella tela.
El sultán, que era muy astuto y calculador, consideró que el joven pretendiente había superado con suma facilidad aquella prueba y seguramente escondía un tesoro mucho más grande o contaba con la ayuda de algún poderoso benefactor que tenía siniestros propósitos. Así que le dijo: “¡Un mantel de piedras preciosas es muy poco para darte a mi hija en matrimonio, ahora quiero diez manteles y que cada uno contenga un tipo diferente de joya!”
El joven, regresó muy desconsolado, pero recordó nuevamente las palabras de su madre: “este hombre cumple lo que dice… aférrate a él…”. Le contó a Jesús sobre el nuevo encargo y de inmediato se dispusieron a llenar de guijarros y terrones de tierra todas las telas. Al terminar, Jesús le dijo: “Ve en el nombre de Dios, afuera encontrarás ayuda para transportar todo el cargamento, confía en mí.” El joven marchó nuevamente hacia el castillo con esa pesada y valiosa carga. 
Los manteles fueron dispuestos ordenadamente a los pies del sultán, quien se encontraba sentado en su trono. Se levantó con gran ansiedad y empezó a abrir temblorosamente cada uno de los bultos. Cada vez que abría uno se liberaba una luz refulgente que iluminaba el gran salón. Cada luz era de un color distinto, según el tipo de piedra preciosa que contenía el mantel. Todos quedaron pasmados y mudos ante el inmenso tesoro que tenían al frente; incluyendo, por supuesto, al propio pretendiente. Jamás se había visto tal cantidad y variedad de joyas.
El soberano le dijo al joven: “Todo esto no puede ser tuyo, eres muy pobre y sé que no eres un ladrón. Tampoco eres un profeta ni tienes el poder para materializar de la nada algo tan asombroso como esto. Así que dime honestamente ¿quién te ha dado tan extraordinario tesoro?”
El huérfano le relato lo sucedido al soberano y este le dijo: “Ahora comprendo todo. Este extraño al que te refieres no puede ser otro que Jesús, hijo de María; tráelo, dile que despose a mi hija contigo.”
El profeta Jesús acudió al llamado para desposar a la hija del soberano con el joven enamorado. Para celebrar tan importante acontecimiento, el sultán pidió a sus criados que confeccionaran costosos vestidos para su futuro yerno, que lo asearan y perfumaran, y que fuera adornado con hermosas joyas. Esa misma noche se llevó a cabo el matrimonio y el sultán ofreció un gran festín. El Profeta cumplió con la ceremonia y de inmediato regresó a la casa ruinosa.
Al día siguiente, el sultán invitó al joven a pasear por los jardines del palacio. Le hizo muchas preguntas mientras caminaban en medio de bellas fuentes de agua y coloridas arcadas de flores. Esta vez vio en el muchacho muchas más señales de un elevado grado de inteligencia y sana agudeza, así como sobrada piedad, paciencia y humildad. Como el sultán no tenía hijos varones, no dudó en designar a su bondadoso y justo yerno como su legítimo heredero. Convocó de inmediato a sus comandantes, a grandes personalidades y a la gente más noble del país; explicó a todas las razones de su decisión y pidió que le juraran lealtad a quien sería su heredero. Todos aceptaron complacidos y el joven fue aclamado.
Extrañamente, esa misma noche el sultán falleció, simplemente dejó de respirar y su rostro se veía sereno y complacido. El joven fue llamado a ocupar el trono de inmediato y a atender todos los asuntos administrativos y políticos que estaban pendientes. Tras ese lamentable acontecimiento se hizo dueño absoluto de todos los tesoros y posesiones que allí había, incluyendo las maravillosas joyas que él mismo había dado como dote. Los comandantes, ministros, soldados y ciudadanos se arrodillaron ante él.
Durante todo ese tiempo, Jesús estuvo hospedado en casa de la afable viuda. Pero llegó el momento de partir y dejar atrás esas tierras. Se despidió de ella y le prometió que los días por venir serían de gran regocijo y que ambos se encontrarían nuevamente, pero esta vez en un lugar de mucha abundancia y paz. Antes de seguir su camino quiso despedirse del nuevo soberano, quien antes había sido un humilde recolector de cardos, espinos y zarzales.
Apenas Jesús entró al salón del trono, el joven sultán se abalanzó hacia él y abrazó sus rodillas, aferrándose fuertemente a las vestiduras del Profeta. Sollozante le dijo: “¡Oh, gran sabio! ¡Oh, mi guía! Ciertamente eres el Profeta Jesús, hijo de María y no tuve la suficiente lucidez para reconocerte. Siempre te vi y traté como a un extraño. Tienes tanto derecho sobre este débil indigente que si permaneciese vivo todo el tiempo del mundo jamás podría pagar con mis servicios ni un décimo de lo que me has otorgado. Ahora ha crecido una duda en mi corazón que me ha mantenido en vela toda la noche. No he tenido tiempo ni voluntad de probar todos los placeres materiales con los que me has colmado y, si no resuelves este nuevo asunto que me aqueja, nada de esto tendrá sentido ni beneficio para mí.”.
El Profeta Jesús preguntó: “Ponte de pie hijo ¿Qué duda es la que te tiene tan confundido?”
Contestó el antiguo recolector de cardos silvestres: “El asunto que perturba mi mente es que si has tenido el poder de sacarme de la humildad y sentarme en el trono de la grandeza; de convertirme a mí, un harapiento recolector de espinas, en un rico soberano y tener como consorte a la mujer más hermosa y noble que existe en tan solo tres días, ¿por qué te place llevar esas ropas viejas y comes solo la escasa migaja de pan que te hemos podido dar en casa? Podría hacerte un hombre inmensamente rico y, sin embargo, partes de viaje sin probar nada de esta abundancia que tú mismo has propiciado. ¿Por qué, si tanto poder tienes, no cuentas con sirviente ni montura, sin dinero ni amada?”
Jesús le respondió: “Te he dado mucho más de lo que pedías ¿Ahora qué quieres de mí?”
Dijo el joven sultán: “¡Oh, grandioso benefactor! Si no resuelves este problema y deshaces este nudo en mi corazón es como si no hubieses hecho nada bueno por mí, no me beneficiaré de nada de lo que me has dado”.
El Profeta Jesús dijo: “¡Oh, hijo mío! Estos placeres terrenales solo tienen valor para quien desconoce el placer eterno de la Otra Vida. Quien elige la soberanía aparente es porque no ha encontrado el placer de la soberanía espiritual. ¿Acaso no es suficiente el ejemplo del sultán que hace unos días estaba sentado en ese mismo trono?  Él se sentía orgulloso por los asuntos materiales y por el poder que tenía sobre los demás, pero ahora se encuentra bajo la tierra y nadie lo recuerda. ¿De qué sirve la riqueza y el gobierno si al final termina en humillación y de qué sirve el placer que se transforma en dificultad y problema? En cambio, los que son amigos de Dios y se acercan a Él se benefician de los conocimientos divinos. Todo lo que aquí ves no tiene ningún valor, todo es vano e inútil. Existen placeres tan sublimes en el Paraíso y es tan perfecto y complaciente el amor de Dios, que nada en este mundo se le puede comparar. 
Cuando Jesús terminó de decir esto, el joven se asió nuevamente al vestido del Profeta, y le dijo: “Entendí todo lo que me acabas de decir y sin duda has desatado ese apretado nudo que asfixiaba mi corazón, pero ahora colocaste en él un nuevo nudo mucho más grande y apretado”
Jesús preguntó: “¿Cuál?”
“Llegaste a mi casa sin anunciarte y nunca revelaste tu identidad. Te dimos cobijo a pesar de que eras un extraño. Pero sé que no eres capaz de traicionar a nadie o hacer algo que desfavorezca a quienes te han abierto su corazón. Entonces dime ¿Qué sentido tiene que me alejaras de algo original y eterno como lo que describes y a cambio darme solo cosas mundanales y sin valor?  ¿Por qué me negarías el beneficio de ese reino inmortal y de ese placer sublime y trascendente?”.
El Profeta Jesús dijo: “Quería probarte y ver si cuentas con la capacidad o no para alcanzar ese elevado nivel. Ahora dime tú, después de haber probado este placer terrenal ¿lo dejarías por el placer inmortal del que te he hablado? Si lo dejaras en este momento tu recompensa será mucho mayor y serías un ejemplo a seguir, una guía para aquellos que desean obtener la felicidad total en la Otra Vida, pero se extravían debido a esta falsa belleza del mundo”.
Entonces el joven sultán, quien había sido un recolector de cardos, zarzales y espinos, se despojó de las finas ropas y las costosas joyas, abandonó el falso reino y entró con certeza en el sendero de Dios para obtener el reino espiritual. Luego el Profeta Jesús lo llevó ante los Apóstoles y dijo: “He aquí el verdadero tesoro del que les hablé. En tan solo tres días hice que este joven dejara de ser un desdichado recolector de espinas para convertirse en yerno del sultán, luego en heredero al trono y finalmente en un rico y poderoso soberano. Sin embargo, renunció a todo ello y decidió seguir mi camino. En cambio, ustedes, después de muchos años a mi lado se vieron rápidamente seducidos por este ilusorio tesoro que solo trae consigo terribles tormentos. Al abandonar el camino recto me abandonaron también a mí”.
Este joven fue una de las elevadas eminencias de la religión y un gran grupo de personas, por la bendición de él, fue guiado hacia el sendero de la Verdad.