El hedor de las papas
Como siempre, a media mañana, la algarabía de los alumnos opacaba el estruendoso repiqueteo de la campana que anuncia el fin del recreo y la merienda. Solo se escuchaba una frenética amalgama de voces, gritos, llantos y risas. Sin embargo, el ruido a veces parecía desacelerar y alcanzaba una frecuencia y una cadencia cuya monotonía producía un efecto de trance en los maestros más jóvenes que cumplían su guardia. Era como si el cascarón vacío de una enorme caracola arropara el escándalo de los imberbes hasta convertirlo, poco a poco, en el arrullo de un mar apacible.
Como siempre, el amable director de la escuela tuvo que intervenir para despabilar a los hipnotizados mentores y pedirles que controlaran aquel torbellino de intensa alegría y vida. Luego de varios correteos, finalmente atraparon amorosamente a los más alborotados. Fue cuando el timbre del colegio se manifestó en toda su magnitud sonora, como si se tratase de un cuartel de bomberos a punto de apagar el fuego imaginario que chisporroteaba aún en los sudorosos muchachos. Luego, con brusquedad, sobrevino el silencio como un tapón de cera incrustado en los oídos.
El director abrió la puerta de su austera oficina y bajó las escalinatas que conducen al patio. Los alumnos estaban allí, esperándolo, ya bien formados y alineados. Y en silencio. Era un maestro sabio y de mucha experiencia, había comenzado desde muy joven en esa misma institución que ahora dirigía. De su boca solo salían amables palabras, buenos consejos y una que otra cariñosa y ejemplar reprimenda. Cada día, luego del recreo, reunía a los niños de la escuela para contarles alguna historia, hacer alguna reflexión, ponerles una simple tarea o, como ese día, proponerles un juego muy particular.
Les pidió que cada uno, en casa, tomara una bolsa y colocara dentro de ella tantas papas como el número de personas que más aborrecen en su vida o que les resulte odiosa e insoportable y que, al día siguiente, la trajeran a la escuela. La propuesta rompió con el orden y el silencio, los muchachos no se contuvieron y comenzaron a susurrar y reír, mientras que algunos gritaban nombres y se señalaban. El director sonreía a través de sus ojos para que no descubrieran la emoción que sentía cuando pensaba en las consecuencias que tendría aquel juego en la vida de sus amados alumnos. Les pidió con mucha amabilidad que se retiraran a casa. Todos corrieron a buscar sus mochilas y en pocos minutos la escuela había quedado vacía, como una madreperla abierta que de pronto ha perdido su atesorado y brillante nácar. Esta vez, el polvo de la estampida alcanzó una altura mayor que la acostumbrada, lo cual delataba cuán motivados habían quedado por aquel juego.
Al día siguiente, los alumnos llegaron con sus bolsas de plástico guardadas celosamente en sus mochilas. La mayoría se sentía impaciente y distraída, los delataba el movimiento nervioso de sus piernas mientras estaban sentados en el pupitre. La curiosidad por conocer lo que seguía con el juego de las papas hacía que la hora de reunión en el patio pareciera lejana. Finalmente, sonó el timbre del recreo, pero esta vez no hubo agitación, ni enjambre de alegrías aguijoneando la paciencia de los maestros, ni el duermevela producido por la monotonía del bullicio. Se dispersaron en pequeños grupos y muchos querían estar a solas, pero de seguro todos deseaban que la campana estruendosa sonara pronto, que sonara ya. Pero lo único que sonaba era el palpitar de sus tiernos corazones, latían tan fuertemente que el director, como si los hubiera escuchado, salió de su oficina a ver lo que sucedía. Era un palpitar de niño inocente inquieto ante la expectativa.
El directo intuyó que el motivo de ese comportamiento inusual era el juego que les había propuesto, así que pidió que no sonaran el timbre y formaran a todos en el patio.
- Niños, no hay que temer nada. Nadie ha hecho algo malo. Es solo un juego, solo que es un juego distinto, ya verán que todos aprenderemos algo, tengan paciencia. Coloquen frente a ustedes el contenido de sus bolsas.
Los muchachos, algo más relajados, vaciaron de inmediato sus bolsas y apilaron las papas que habían traído. Unos tenían una papa, otros dos papas, muchos otros tres y hasta cinco papas o más. El maestro dijo a los niños:
- Muy bien, ahora escuchen con atención, cada papa, como dijimos, representa a una persona hacia la que sienten rechazo o un sentimiento de antipatía, odio o rencor. Si lo desean, pueden escribir, en secreto, el nombre de esa persona sobre la papa. Durante una semana llevarán consigo su bolsa de plástico bien atada y cargarán con ella a cualquier lugar donde vayan. Nos veremos en este mismo lugar la próxima semana. Ya veremos qué sucede.
Transcurrieron los días y poco a poco los niños comenzaron a quejarse del mal olor de las papas podridas. En casa, los padres desaprobaban ese extraño experimento y muchos estaban tentados a elevar una queja ante el director. El sufrimiento era peor para quienes habían colocado más papas dentro de sus bolsas de plástico porque tenían que llevar esa pesada y maloliente carga a todas partes. Después de una semana, finalmente el juego terminó y los niños sintieron un gran alivio.
Cuando regresaron a la escuela, el director los reunió en el patio y les preguntó:
- ¿Cómo se sienten después de haber cargado las papas durante toda una semana?
Los niños, al unísono, se quejaron por aquella desagradable experiencia, porque el olor era insoportable incluso después de tomar un baño y nadie quería hablarles o jugar con ellos, sus habitaciones apestaban y sus padres se quejaban en todo momento.
Luego de que todos habían hablado, el maestro explicó el propósito de este peculiar juego:
- El rencor que sentimos contra las personas que no nos agradan es una pesada y maloliente carga que nos delata. El hedor del resentimiento y el odio corrompen nuestros corazones y si no curamos ese mal lo llevaremos dentro de nosotros a todas partes por siempre. La gente lo percibe y se mantiene lejos de nosotros, nos quedamos aislados respirando la podredumbre. Si ahora no soportan el hedor de las papas por tan solo una semana, entonces ¿cómo podrán aguantar el hedor del odio por el resto de sus vidas?
Del Imam Ali (la paz sea con él) está registrado el siguiente dicho:
مَنِ اطَّرَحَ الحِقدَ استَراحَ قَلبُهُ وَلُبُّهُ
“Quien aleje de sí mismo el resentimiento y el odio, su corazón y su mente estarán tranquilos”.
Ghurar al-Hikam, t.5, p.326 hadiz 8584.
Del Mensajero de Dios (la paz y las bendiciones de Dios sean con él y su bendita familia):
تَهادَوا فَإِنَّها تَذهَبُ بِالضَّغائِنِ
“Obséquiense unos a otros ya que con esto terminan con los rencores”.
Kafi, t.5, p.144, hadiz 14.
Así también del Imam Ali:
اَلْحَقودُ مُعَذَّبُ النَّفْسِ، مُتَضاعَفُ لهَمِّ
“El alma del rencoroso se encuentra atormentada y su sufrimiento se duplica”.
Ghurar al-Hikam, hadiz 1962.
La forma de curar el resentimiento según el Corán
Responde a lo malo con bondades. Dios Todopoderoso en la Sura “Explicadas detalladamente” [41] aleya 34 del Sagrado Corán, menciona la forma de curar el rencor de la siguiente manera:
ادْفَعْ بِالَّتى هِىَ احْسَنُ فَاذَا الَّذِى بَیْنَكَ وَبَیْنَهُ عَداوَةٌ كَانَّهُ وَلِىُّ حَمیْمٌ
“Rechaza el mal con lo que es mejor y aquél con el que estabas enemistado se comportará como si fuera un amigo íntimo”.
Con esta aleya Dios Todopoderoso nos da a entender que todos los seres humanos están sedientos de bondad y amistad, incluso aquellos cuyos corazones se encuentran colmados de rencor y enemistad; por lo tanto, por medio de la amistad y bondad puede ser eliminado el rencor.
En la Sura “Al-Hiyr” [15], aleyas 45 a 47 a las personas temerosas y abstinentes les promete el Paraíso y mantenerlas alejadas del rencor:
إِنَّ الْمُتَّقینَ فی جَنَّاتٍ وَ عُیُونٍ * ادْخُلُوها بِسَلامٍ آمِنینَ*وَ نَزَعْنا ما فی صُدُورِهِمْ مِنْ غِلٍّ إِخْواناً عَلى سُرُرٍ مُتَقابِلین
“En verdad, los temerosos estarán en Jardines y Fuentes. * «¡Entrad en ellos en paz y seguridad!» * Eliminaremos el rencor (y las dudas) que quede en sus pechos. Hermanos sobre lechos unos frente a otros.”
Por lo tanto, el ser humano debe pensar en las consecuencias del rencor y saber que éste no tiene otro resultado que el fuego del dolor, y debe tratar de eliminar este rasgo indecoroso que lleva a la división y enemistad, perdonando y haciendo bien a los demás para poder lograr la paz.