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Descripción

¿Cuál es la diferencia entre la hechicería y el poder divino? Un joven esclavo es reclutado por un moribundo hechicero para ser instruido en las artes mágicas, pero se convierte en creyente y pone en riesgo el poder de un soberbio rey que mantiene oprimido a su pueblo mediante rituales, conjuros, pócimas e invocaciones. ¿Es posible que un joven, basado solo en su fe, pueda derrotar a un opresivo y poderoso monarca y superar todas las duras pruebas a las que es sometido?
Escucha este cuento y lo descubrirás.

Transcripción

Hola, Otro sábado y otro cuento con FatimaTV. Estamos muy contentos de que Dios nos haya dado la oportunidad de comunicarnos contigo nuevamente. Nuestros esfuerzos se centran plenamente en preparar productos atractivos y útiles para ti . Es por ello que queremos agradecer tus mensajes; cada vez que haces click en "me gusta" o escribes un comentario nos llenamos de mucho ánimo para continuar y mejorar nuestros trabajos. Muchas gracias. Contáctanos como siempre a través de WHATSAPP y las redes sociales. Ahora escuchemos el cuento de esta semana.

El aprendiz de hechicero
RELATO BASADO EN LA HISTORIA DE AS-HAB UJDUD (LOS COMPAÑEROS DEL FOSO)

Hace mucho tiempo, antes de la llegada del último Profeta, existió un rey que gobernaba a un pueblo sumido completamente en la ignorancia. Este rey contaba en su corte con los servicios de un hechicero a quien la gente respetaba y atribuía grandes poderes y conocimientos. 
Pero ese hechicero estaba ya muy anciano y temía no encontrar un meritorio sucesor. Decía que la muerte caminaba a su lado y le hablaba, que veía cómo la vida cabalgaba lejos de él. ¡Qué frágil es la existencia! Comenzamos a morir desde que nacemos. Vivir es como llevar un cirio encendido a través de un borrascoso sendero, debemos cubrir la débil llama con nuestra mano, temerosos de que se apague al menor descuido. Hay quienes pueden sentir cómo esa llama se consume cada día, mientras que a otros se les apaga apenas la encienden; otros, en cambio, pecan de tal indolencia que no se percatan de la vida y se les derrite como llanto de cera ardiente. ¡Vano mundo! No importa cuánto esfuerzo hagamos para mantener ese cirio encendido, este se consumirá irremediablemente hasta fenecer. 
En fin, cuando el hechicero sintió que pronto moriría, le dijo al rey: “Estoy muy viejo, mi cuerpo está ya muy cansado y adolorido, poco puedo ser de utilidad para tus propósitos, por eso debo pedirte que me ayudes a encontrar a un digno sustituto, un niño que tenga especiales condiciones para este oficio y al que yo pueda enseñarle todos mis conjuros, pócimas e invocaciones.”
Así fue, el rey pidió a sus consejeros que recorrieran toda la comarca en busca de algún joven que cumpliera con las cualidades que solicitaba el nigromante. Cientos de muchachos fueron llevados al palacio para ser evaluados y entrevistados rigurosamente. Pero solo uno ellos destacaba por sus nobles atributos y gran perspicacia. Se trataba de un joven esclavo que de seguro aprendería rápidamente las ciencias ocultas o artes mágicas. 
El joven fue escogido y llevado al laboratorio del hechicero y este de inmediato comenzó a mostrarle con gran entusiasmo y orgullo cada rincón de aquella lúgubre habitación. Había allí una descomunal colección de hierbas alucinógenas, pociones, venenos, partes secas de animales colgando de las vigas del techo, plantas extrañas y numerosos frascos que contenían criaturas difíciles de identificar debido a la viscosidad del líquido donde flotaban. 
El mago estaba ansioso de enseñarle todo el conocimiento que había aprendido de otros grandes magos durante muchas décadas, así como también sus propios hechizos y encantamientos. Estaba convencido de que todo aquello lo había brindado el conocimiento y manejo de las leyes espirituales del universo. Con cada explicación que regalaba al joven esclavo, aquel anciano mago sentía alivio y sosiego, solo quería estar seguro de que su legado quedaría resguardado y trascendería su muerte. 
Contrariamente a lo esperado, el esclavo solo simulaba escuchar con atención. La verdad es que apenas el anciano comenzó a hablarle, sintió un fuerte rechazo hacia él y sus palabras. Nada de lo que veía allí le llamaba la atención, ni siquiera ese vasto inventario de cosas raras y curiosas, que bien atraería la atención de cualquier inocente jovenzuelo. Todo lo que oía le parecía el eco de un saber carente de sentido y totalmente inútil para la vida. Sin embargo, dada su condición de esclavo, debía ser respetuoso con este hechicero tan reconocido y no podía negarse a asistir puntualmente a cada una de sus clases. El anciano le fue revelando poco a poco toda su magia pero el apático muchacho nada asimilaba.
En el camino hacia el palacio, donde el viejo y cortesano mago tenía su laboratorio, quedaba la casa de un sacerdote que la gente visitaba asiduamente. Todos querían aprender de él. El joven veía cada día que en el jardín de esa casa había un hermoso templete ornamentado con enredaderas, en cuyas escalinatas se congregaban numerosas personas para escuchar al sabio sacerdote. Sintió gran curiosidad y en un par de ocasiones, antes de ir a sus clases de nigromancia, se sentó a escuchar las profundas disertaciones de ese devoto hombre. A diferencia de lo que sentía con el hechicero, las palabras de este sabio estaban perfumadas con el dulce aroma de la verdad y la razón. Cada argumento utilizado por él parecía iluminar la realidad de las cosas, de modo que el alma del joven esclavo no tardó en inclinarse hacia él y la religión que predicaba. 
A partir de ese momento, cada vez que iba de camino al palacio a encontrarse con el mago, el joven aprendiz visitaba al sacerdote. Salía muy temprano en la mañana para poder disfrutar más tiempo de las narraciones, súplicas y ejemplares consejos del predicador. Ponía mucho empeño en asimilar y practicar cada una de sus enseñanzas. Deseaba incrementar su intelecto y vivir una vida compasiva y misericordiosa; ser creyente de la Verdad y temeroso de Dios Único y Absoluto. Un día, por su propio albedrío, aceptó la Religión del sacerdote como su guía y razón de ser.
El rey poco tardó en darse cuenta que el esclavo aprendiz no mostraba señales de haberse convertido en hechicero o brujo, y que además se le notaba muy poca disposición para ello. El agotado hechicero, por su parte, nunca fue estricto con el joven. Siempre se negó a hacerle pasar por la peligrosa prueba de las hierbas, la cual consistía en beber una fétida pócima capaz de matar a todo aquel que no tenga la verdadera vocación para ser un brujo o convertirlo en un sobrenatural hechicero si sobrevivía. A los meses de haber fallecido el anciano brujo se hizo muy evidente el vacío que este había dejado en la corte. No había un sucesor y la hechicería ya no estaba a la disposición del gobernante, que era un instrumento al servicio de la corona para oprimir y provocar temor en el pueblo o resolver algunos asuntos políticos y administrativos.
Una vez, cuando se dirigía a la humilde casa del predicador, el esclavo vio una gran multitud concentrada en medio del camino. El joven preguntó: “¿Qué sucede, por qué tanta gente?”
–“Hay una serpiente muy grande y nadie puede cruzar el camino”, dijo un arriero. 
El aprendiz de mago y ahora todo un devoto religioso pensó: “Hoy probaré tanto al sacerdote como al hechicero para saber quién dice la verdad.” Entonces tomó una piedra, se dirigió hacia la gran serpiente y dijo: “¡Dios mío, si la Religión del sacerdote es verdad haz que esta serpiente muera por mis manos, y si es el hechicero quien tiene la razón demuéstramelo!” Sin pensarlo dos veces, aventó la piedra contra la serpiente y esta murió de inmediato, le había acertado justo en la cabeza. La gente quedó atónita al ver lo que hizo, luego dos o tres campesinos arrastraron al pesado animal hacia el borde del camino para permitir el paso de los caminantes.
Después de esto se dirigió a la casa del devoto sacerdote y le relató lo sucedido. El sacerdote exclamó: “¡Oh, joven esclavo, buenas noticias para ti! Tu acción llegará a un alto grado y tú quedarás grabado en los recuerdos de la gente. Pero debes saber que Dios te probará. Llénate de paciencia ante estas pruebas. Si te preguntan de dónde tomaste tu Religión, no reveles mi nombre ni paradero.”
El joven en verdad había alcanzado un elevado nivel espiritual y un gran conocimiento. Sus oraciones y súplicas siempre eran aceptadas por Dios. La noticia se difundió rápidamente y venían a verle desde distintos lugares para ser testigos y beneficiarios de su singular entrega y devoción. Le pedían que rogara por ellos, que curara sus enfermedades y tristezas, que alejara de ellos el infortunio y la pobreza a través de sus súplicas.
El rey tenía un buen amigo y compañero que estaba completamente ciego debido a una grave herida que sufrió durante una batalla. Cuando este escuchó la noticia sobre las cualidades milagrosas del joven fue hasta él y le dijo: “¡Esclavo! Si curas mis ojos te haré dueño de una gran riqueza”. El joven dijo: “Yo no puedo curar a nadie, el alivio solo lo concede Dios. Si aceptas la fe en Dios, yo suplicaré para que Él te cure. Ese es el mejor pago que puedes darme.”
El hombre supo apreciar el sentido de esas palabras y se volvió creyente. Dios Todopoderoso aceptó la súplica del esclavo y curó los ojos del invidente. Al recobrar la vista, lo primero que vio fue el cielo que parecía una bandera agitando nubes de formas caprichosas, luego sus manos y finalmente la figura santa del joven esclavo. Agradeció a Dios y se prosternó un largo rato llorando de contento, porque ahora era capaz de ver nuevamente el rostro amado de sus hijos y de su esposa. Al día siguiente, se presentó ante el rey. En cuanto este lo vio exclamó: "¡Quién te curó, cómo has podido recobrar tu vista si esas graves heridas de la guerra cercenaron tus ojos?” El compañero dijo: “Ha sido Dios Todopoderoso.”
El rey encolerizado preguntó: “¡¿Acaso adoras a un dios que está por encima de mí?!”
El compañero contestó: “¡Sí! Soy temeroso de Dios, que es el Dios de todos los del mundo.”
El rey preguntó: “¡¿Quién te enseñó esto, de quién escuchaste estas palabras?!”
El compañero le dijo: “¿No importa quién haya sido, no es algo que sea de tu interés?” El rey ordenó que lo torturaran fuertemente. Aplicaron sobre su cuerpo varios castigos terribles, soportó valientemente que le colocaran carbones encendidos sobre su pecho, que clavaran afiladas agujas en sus uñas, que le cortaron el rostro con oxidados cuchillos, pero cuando lo amenazaron con arrancarle los ojos, se vio obligado a confesar: "Ha sido el joven esclavo, el mismo que el mago estuvo entrenando."
El rey mandó a uno de sus comandantes para que lo buscaran y apresaran. A las pocas horas lo trajeron maniatado y muy golpeado: “¡Vaya muchacho, qué desleal has sido conmigo! Veo que has logrado alcanzar un alto grado en la hechicería, incluso puedes devolverle la vista a los ciegos. En cambio, te has negado a servirme como mago en mi palacio, a pesar de que se te ha tratado bien y has tenido todo a tu alcance.” El muchacho, muy valiente y seguro de sí aclaró: “Yo no soy un hechicero, no soy yo quien realiza estos milagros. Es Dios quien lo hace.”
El rey preguntó: “¿Quién te dijo esto vil esclavo? ¡Habla o te cortaré la lengua y las manos!”
El joven contestó: “¿Nada de esto es de tu interés, he jurado no revelar la identidad de esa persona?”
Esta respuesta desató en el rey una gran ira y con toda crueldad ordenó que lo torturaran de la peor manera hasta que confesara. Lo sumergieron varias veces en una pileta con la cabeza cubierta por un saco. El pobre muchacho sentía que se ahogaba, pero no delató al sacerdote. Luego comenzaron a despellejar lentamente su dedo meñique mientras echaban aguardiente y sal sobre la carne viva para que sufriera un terrible dolor; gritó desgarradoramente, pero tampoco habló. Sus torturadores, admirados de la valentía y aguante del muchacho, planearon algo más atroz para hacerlo confesar. Colocaron sobre su estómago una vasija y dentro de ella una rata de gran tamaño. Amarraron fuertemente esta vasija con unas correas alrededor de su cuerpo y con una antorcha calentaban la base del recipiente para provocar pánico en el animal y hacerlo huir. Cuando el piadoso joven comenzó a sentir las mordidas y rasguños de la rata en su estómago, tratando de escapar desesperadamente del calor, entró en pánico al imaginarse lo que estaba a punto de ocurrir y decidió hablar: "¡Paren, paren! Ha sido el sacerdote quien me ha hablado de estos asuntos y por él me he convertido a la Religión."
El malvado rey mandó a sus más leales y rudos guardias en su busca. El sacerdote llegó ante él bastante maltrecho por los golpes que recibió a manos de sus captores durante el camino. Lo lanzaron al suelo, a los pies del rey y este le ordenó: “¡Deja esa religión, reniega de ella!”
El sacerdote respondió rotundamente: “¡No la dejaré!”
El rey insistió: "No te lo pediré más, abandona tus creencias o morirás por ellas de una forma espantosa."
Pero el sacerdote se mantuvo firme en su fe y se refugió en Dios: "No seré un renegado, toma mi vida si quieres."
Ante la negativa del sacerdote, el rey ordenó que trajeran la gran sierra. Se trata de una herramienta enorme que se debe manipular entre dos leñadores para derribar árboles de tallo muy grueso. El rey la usaba para mutilar a las personas. La colocaron sobre la cabeza del sacerdote y dos hombres robustos comenzaron a serruchar hasta partir el cuerpo en dos. Luego ordenó que trajeran al compañero que había recuperado la vista y como también se negó a dejar su religión, lo ejecutaron de la misma manera. 
Pidió que trajeran al joven esclavo y lo amenazó: “¡Deja a un lado tu religión, reniega de ella o te mato!, mira lo que le ha sucedido a estos dos, te haré lo mismo a ti”. Contestó: “¡No la dejo, no reniego!”. El rey sonrió cínicamente e ideó una manera diferente de matarlo si se empeñaba en mantenerse leal a su fe. Se lo entregó a unos sirvientes suyos y les encomendó lo siguiente: “¡Llévenlo a aquella montaña. Al llegar a la cima de esta, pídanle que renuncie a sus creencias, que deje su religión; si la deja, está bien, pero si no lo hace arrójenlo sin misericordia desde lo más alto de la montaña hacia lo más profundo del valle!”. Dijo esto y les dio unas monedas de plata como parte del pago por la tarea.
El camino hacia lo alto de la montaña era muy empinado y tortuoso, el joven y sus custodios estaban totalmente extenuados. Cuando finalmente llegaron a la cumbre le dijeron: "¡Deja esa religión o te arrojaremos al vacío!”. La respuesta fue un rotundo: "¡No, no la dejaré, ni renegaré de ella!" Dos veces más lo amenazaron y pidieron que declinara de su fe y dos veces más se negó a hacerlo. Ante la terquedad del esclavo, quisieron cumplir con la orden del rey. Lo tomaron por brazos y piernas para lanzarlo al abismo, pero el muchacho exclamó: “¡Dios mío, líbrame de sus maldades!” En ese momento ocurrió un gran terremoto y la montaña se derrumbó por completo, todos murieron menos el muchacho. 
Informaron al rey de lo sucedido y este pidió que trajeran al joven ante él. Lo capturaron y lanzaron nuevamente a sus pies: “¿Esclavo, qué hiciste con los que te acompañaban? Al parecer has adquirido un conocimiento mucho más grande que el anciano hechicero. No he visto jamás a alguien tan poderoso como tú. Dime cuáles son los conjuros que utilizas.”
Contestó: “Dios me salvó de ellos y no soy un hechicero, ya te he dicho de dónde provienen estas bendiciones.” El rey lo entregó esta vez a unos pescadores y les dijo: “Ahora no podrá escapar, renunciará a su dios o morirá. ¡Vamos, de prisa! Tomen un barco y llévenselo mar adentro, cuando ya no se divise la costa pídanle que deje la religión, si no lo hace ¡láncenlo sin misericordia por la borda y que se ahogue o sea comido por las criaturas marinas!” Puso dos monedas de oro en las manos de cada uno y partieron a cumplir la tarea encomendada.
Subieron al barco y zarparon con buen tiempo. Cuando la costa ya no se divisaba ni las gaviotas revoloteaban el mástil, lanzaron el ancla y le dijeron al esclavo: “¡Ya sabes qué hacer, deja a un lado tu fe, abandona a tu dios o morirás ahogado!”. Tres veces le pidieron esto y tres veces se refugió en Dios y se negó a declinar de su fe. Los ignorantes pescadores lo amarraron a una pesada ancla y justo cuando iban a lanzarlo por la borda, el joven suplicó y dijo: “¡Dios mío, líbrame de sus maldades!”
En ese momento sopló de la nada un viento tormentoso que levantó una gigantesca ola. Los pescadores vieron que aquella pared de agua se les venía encima a toda velocidad y soltaron al joven sobre la cubierta. No tuvieron tiempo de escapar, la ola volcó y despedazó por completo el barco. Todos murieron ahogados menos el joven y devoto esclavo, quien pudo llegar nadando a la playa.
Nuevamente fue apresado y puesto a la orden del rey. Este la preguntó: “¿Qué hiciste con los que te acompañaban?” El muchacho contestó: “Supliqué a Dios que me salvara de su maldad y aceptó mi súplica, así que aquellos incrédulos murieron ahogados.”
El rey, aun sin comprender la diferencia entre hechicería y el poder de Dios, quedó pasmado ante lo que el joven esclavo era capaz de hacer. Al ver la frustración del rey, el piadoso joven le dijo: “¿Quieres que te enseñe cómo puedes matarme?” El rey contestó que sí y agregó: "Deseo acabar contigo porque nadie puede tener más poder que yo ni ejercerlo fuera de mis dominios o en contra de mis beneficios. La gente solo debe creer en mí y en más nadie."
El muchacho le dijo: “Bien, entonces determina un día y convoca a toda la población para que se reúna a las afueras de la ciudad, donde comienza el desierto. Allí se yergue el tronco de un árbol seco, amárrame en lo alto de este. Luego tomarás un arco y una flecha, y dirás: ‘En el nombre de Dios que es el Creador de este joven esclavo’; en ese momento dispararás la flecha con intención de asesinarme. Como nada fuera del nombre de mi Dios puede hacerme daño, la flecha que ha sido consagrada en el nombre de Él me matará irremediablemente.”
Así lo hizo el rey, llegó el día convenido y amarró fuertemente al esclavo en lo alto de aquel árbol y templó el arco con gran fuerza; antes de soltar la flecha gritó: “¡En el nombre de Dios que es el Creador de este esclavo!” Disparó la flecha y dio justo en la cara del muchacho, causándole la muerte de inmediato. La multitud que presenció aquello abandonó allí mismo las creencias religiosas del rey y atestiguó que ahora adorarían al Creador de este joven esclavo, que aceptaban su Religión como la verdadera.
El rey se lamentó al ver esto y dijo: “Qué he hecho, ahora sucederá lo que temía.” Desesperado y sin contar con ningún poderoso hechicero que lo protegiera, el rey amenazó a las personas con llevar adelante una gran matanza; pero al mismo tiempo intentaba seducirlos con riquezas y privilegios. Aún así no renunciaron a su religión. El rey, enloquecido por la soberbia, ordenó que cavaran grades fosos en los caminos y encendieran hogueras dentro de estos. El humo y el calor de aquellas enormes fogatas transformaron el paisaje en un verdadero infierno. El rey dijo que quemaría vivas a todas las personas si no renegaban de su nueva religión. A pesar de esto nadie declinó de su fe. 
En medio de su delirio ordenó a sus soldados que lanzaran a todos los hombres, mujeres, niños y ancianos dentro de esos fosos en llamas. Aquello era una terrible masacre que no pararía hasta quemar vivo al último creyente. Cuando ya quedaban pocos para ser ejecutados, trajeron a una mujer que llevaba a un niño entre sus brazos. Ella luchaba ferozmente, trataba de zafarse de los soldados para no caer en las llamas y salvar a su bebé. Justo en ese momento el niño habló, de forma milagrosa le dijo a su madre: “Madre mía ten paciencia ya que tú estás en lo cierto”. Al escuchar esto, la mujer se serenó y dejó de luchar inútilmente contra sus verdugos. Ella misma se arrojó al fuego, llena de certeza y deseosa de entrar en el Paraíso.
 قُتِلَ أَصْحَابُ الْأُخْدُودِ ﴿٤﴾ النَّارِ ذَاتِ الْوَقُودِ ﴿٥﴾ إِذْ هُمْ عَلَيْهَا قُعُودٌ ﴿٦﴾ وَهُمْ عَلَىٰ مَا يَفْعَلُونَ بِالْمُؤْمِنِينَ شُهُودٌ ﴿٧﴾ وَمَا نَقَمُوا مِنْهُمْ إِلَّا أَن يُؤْمِنُوا بِاللَّـهِ الْعَزِيزِ الْحَمِيدِ ﴿٨﴾ الَّذِي لَهُ مُلْكُ السَّمَاوَاتِ وَالْأَرْضِ ۚ وَاللَّـهُ عَلَىٰ كُلِّ شَيْءٍ شَهِيدٌ ﴿٩﴾
“¡Maldita sea la gente del foso * de fuego inmenso! * que se sentaron ante él * presenciando lo que hacían a los creyentes. * Y solo se vengaron de ellos porque creían en Dios, el Todopoderoso, el Digno de Alabanza, * a Quien pertenece el Reino de los Cielos y la Tierra. Y Dios es testigo de todas las cosas”. (Sagrado Corán, capítulo 85, Las constelaciones, versículos 4 al 9).

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El aprendiz de hechicero
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Hace mucho tiempo, antes de la llegada del último Profeta, existió un rey que gobernaba a un pueblo sumido completamente en la ignorancia. Este rey contaba en su corte con los servicios de un hechicero a quien la gente respetaba y atribuía grandes poderes y conocimientos. 
Pero ese hechicero estaba ya muy anciano y temía no encontrar un meritorio sucesor. Decía que la muerte caminaba a su lado y le hablaba, que veía cómo la vida cabalgaba lejos de él. ¡Qué frágil es la existencia! Comenzamos a morir desde que nacemos. Vivir es como llevar un cirio encendido a través de un borrascoso sendero, debemos cubrir la débil llama con nuestra mano, temerosos de que se apague al menor descuido. Hay quienes pueden sentir cómo esa llama se consume cada día, mientras que a otros se les apaga apenas la encienden; otros, en cambio, pecan de tal indolencia que no se percatan de la vida y se les derrite como llanto de cera ardiente. ¡Vano mundo! No importa cuánto esfuerzo hagamos para mantener ese cirio encendido, este se consumirá irremediablemente hasta fenecer. 
En fin, cuando el hechicero sintió que pronto moriría, le dijo al rey: “Estoy muy viejo, mi cuerpo está ya muy cansado y adolorido, poco puedo ser de utilidad para tus propósitos, por eso debo pedirte que me ayudes a encontrar a un digno sustituto, un niño que tenga especiales condiciones para este oficio y al que yo pueda enseñarle todos mis conjuros, pócimas e invocaciones.”
Así fue, el rey pidió a sus consejeros que recorrieran toda la comarca en busca de algún joven que cumpliera con las cualidades que solicitaba el nigromante. Cientos de muchachos fueron llevados al palacio para ser evaluados y entrevistados rigurosamente. Pero solo uno ellos destacaba por sus nobles atributos y gran perspicacia. Se trataba de un joven esclavo que de seguro aprendería rápidamente las ciencias ocultas o artes mágicas. 
El joven fue escogido y llevado al laboratorio del hechicero y este de inmediato comenzó a mostrarle con gran entusiasmo y orgullo cada rincón de aquella lúgubre habitación. Había allí una descomunal colección de hierbas alucinógenas, pociones, venenos, partes secas de animales colgando de las vigas del techo, plantas extrañas y numerosos frascos que contenían criaturas difíciles de identificar debido a la viscosidad del líquido donde flotaban. 
El mago estaba ansioso de enseñarle todo el conocimiento que había aprendido de otros grandes magos durante muchas décadas, así como también sus propios hechizos y encantamientos. Estaba convencido de que todo aquello lo había brindado el conocimiento y manejo de las leyes espirituales del universo. Con cada explicación que regalaba al joven esclavo, aquel anciano mago sentía alivio y sosiego, solo quería estar seguro de que su legado quedaría resguardado y trascendería su muerte. 
Contrariamente a lo esperado, el esclavo solo simulaba escuchar con atención. La verdad es que apenas el anciano comenzó a hablarle, sintió un fuerte rechazo hacia él y sus palabras. Nada de lo que veía allí le llamaba la atención, ni siquiera ese vasto inventario de cosas raras y curiosas, que bien atraería la atención de cualquier inocente jovenzuelo. Todo lo que oía le parecía el eco de un saber carente de sentido y totalmente inútil para la vida. Sin embargo, dada su condición de esclavo, debía ser respetuoso con este hechicero tan reconocido y no podía negarse a asistir puntualmente a cada una de sus clases. El anciano le fue revelando poco a poco toda su magia pero el apático muchacho nada asimilaba.
En el camino hacia el palacio, donde el viejo y cortesano mago tenía su laboratorio, quedaba la casa de un sacerdote que la gente visitaba asiduamente. Todos querían aprender de él. El joven veía cada día que en el jardín de esa casa había un hermoso templete ornamentado con enredaderas, en cuyas escalinatas se congregaban numerosas personas para escuchar al sabio sacerdote. Sintió gran curiosidad y en un par de ocasiones, antes de ir a sus clases de nigromancia, se sentó a escuchar las profundas disertaciones de ese devoto hombre. A diferencia de lo que sentía con el hechicero, las palabras de este sabio estaban perfumadas con el dulce aroma de la verdad y la razón. Cada argumento utilizado por él parecía iluminar la realidad de las cosas, de modo que el alma del joven esclavo no tardó en inclinarse hacia él y la religión que predicaba. 
A partir de ese momento, cada vez que iba de camino al palacio a encontrarse con el mago, el joven aprendiz visitaba al sacerdote. Salía muy temprano en la mañana para poder disfrutar más tiempo de las narraciones, súplicas y ejemplares consejos del predicador. Ponía mucho empeño en asimilar y practicar cada una de sus enseñanzas. Deseaba incrementar su intelecto y vivir una vida compasiva y misericordiosa; ser creyente de la Verdad y temeroso de Dios Único y Absoluto. Un día, por su propio albedrío, aceptó la Religión del sacerdote como su guía y razón de ser.
El rey poco tardó en darse cuenta que el esclavo aprendiz no mostraba señales de haberse convertido en hechicero o brujo, y que además se le notaba muy poca disposición para ello. El agotado hechicero, por su parte, nunca fue estricto con el joven. Siempre se negó a hacerle pasar por la peligrosa prueba de las hierbas, la cual consistía en beber una fétida pócima capaz de matar a todo aquel que no tenga la verdadera vocación para ser un brujo o convertirlo en un sobrenatural hechicero si sobrevivía. A los meses de haber fallecido el anciano brujo se hizo muy evidente el vacío que este había dejado en la corte. No había un sucesor y la hechicería ya no estaba a la disposición del gobernante, que era un instrumento al servicio de la corona para oprimir y provocar temor en el pueblo o resolver algunos asuntos políticos y administrativos.
Una vez, cuando se dirigía a la humilde casa del predicador, el esclavo vio una gran multitud concentrada en medio del camino. El joven preguntó: “¿Qué sucede, por qué tanta gente?”
–“Hay una serpiente muy grande y nadie puede cruzar el camino”, dijo un arriero. 
El aprendiz de mago y ahora todo un devoto religioso pensó: “Hoy probaré tanto al sacerdote como al hechicero para saber quién dice la verdad.” Entonces tomó una piedra, se dirigió hacia la gran serpiente y dijo: “¡Dios mío, si la Religión del sacerdote es verdad haz que esta serpiente muera por mis manos, y si es el hechicero quien tiene la razón demuéstramelo!” Sin pensarlo dos veces, aventó la piedra contra la serpiente y esta murió de inmediato, le había acertado justo en la cabeza. La gente quedó atónita al ver lo que hizo, luego dos o tres campesinos arrastraron al pesado animal hacia el borde del camino para permitir el paso de los caminantes.
Después de esto se dirigió a la casa del devoto sacerdote y le relató lo sucedido. El sacerdote exclamó: “¡Oh, joven esclavo, buenas noticias para ti! Tu acción llegará a un alto grado y tú quedarás grabado en los recuerdos de la gente. Pero debes saber que Dios te probará. Llénate de paciencia ante estas pruebas. Si te preguntan de dónde tomaste tu Religión, no reveles mi nombre ni paradero.”
El joven en verdad había alcanzado un elevado nivel espiritual y un gran conocimiento. Sus oraciones y súplicas siempre eran aceptadas por Dios. La noticia se difundió rápidamente y venían a verle desde distintos lugares para ser testigos y beneficiarios de su singular entrega y devoción. Le pedían que rogara por ellos, que curara sus enfermedades y tristezas, que alejara de ellos el infortunio y la pobreza a través de sus súplicas.
El rey tenía un buen amigo y compañero que estaba completamente ciego debido a una grave herida que sufrió durante una batalla. Cuando este escuchó la noticia sobre las cualidades milagrosas del joven fue hasta él y le dijo: “¡Esclavo! Si curas mis ojos te haré dueño de una gran riqueza”. El joven dijo: “Yo no puedo curar a nadie, el alivio solo lo concede Dios. Si aceptas la fe en Dios, yo suplicaré para que Él te cure. Ese es el mejor pago que puedes darme.”
El hombre supo apreciar el sentido de esas palabras y se volvió creyente. Dios Todopoderoso aceptó la súplica del esclavo y curó los ojos del invidente. Al recobrar la vista, lo primero que vio fue el cielo que parecía una bandera agitando nubes de formas caprichosas, luego sus manos y finalmente la figura santa del joven esclavo. Agradeció a Dios y se prosternó un largo rato llorando de contento, porque ahora era capaz de ver nuevamente el rostro amado de sus hijos y de su esposa. Al día siguiente, se presentó ante el rey. En cuanto este lo vio exclamó: "¡Quién te curó, cómo has podido recobrar tu vista si esas graves heridas de la guerra cercenaron tus ojos?” El compañero dijo: “Ha sido Dios Todopoderoso.”
El rey encolerizado preguntó: “¡¿Acaso adoras a un dios que está por encima de mí?!”
El compañero contestó: “¡Sí! Soy temeroso de Dios, que es el Dios de todos los del mundo.”
El rey preguntó: “¡¿Quién te enseñó esto, de quién escuchaste estas palabras?!”
El compañero le dijo: “¿No importa quién haya sido, no es algo que sea de tu interés?” El rey ordenó que lo torturaran fuertemente. Aplicaron sobre su cuerpo varios castigos terribles, soportó valientemente que le colocaran carbones encendidos sobre su pecho, que clavaran afiladas agujas en sus uñas, que le cortaron el rostro con oxidados cuchillos, pero cuando lo amenazaron con arrancarle los ojos, se vio obligado a confesar: "Ha sido el joven esclavo, el mismo que el mago estuvo entrenando."
El rey mandó a uno de sus comandantes para que lo buscaran y apresaran. A las pocas horas lo trajeron maniatado y muy golpeado: “¡Vaya muchacho, qué desleal has sido conmigo! Veo que has logrado alcanzar un alto grado en la hechicería, incluso puedes devolverle la vista a los ciegos. En cambio, te has negado a servirme como mago en mi palacio, a pesar de que se te ha tratado bien y has tenido todo a tu alcance.” El muchacho, muy valiente y seguro de sí aclaró: “Yo no soy un hechicero, no soy yo quien realiza estos milagros. Es Dios quien lo hace.”
El rey preguntó: “¿Quién te dijo esto vil esclavo? ¡Habla o te cortaré la lengua y las manos!”
El joven contestó: “¿Nada de esto es de tu interés, he jurado no revelar la identidad de esa persona?”
Esta respuesta desató en el rey una gran ira y con toda crueldad ordenó que lo torturaran de la peor manera hasta que confesara. Lo sumergieron varias veces en una pileta con la cabeza cubierta por un saco. El pobre muchacho sentía que se ahogaba, pero no delató al sacerdote. Luego comenzaron a despellejar lentamente su dedo meñique mientras echaban aguardiente y sal sobre la carne viva para que sufriera un terrible dolor; gritó desgarradoramente, pero tampoco habló. Sus torturadores, admirados de la valentía y aguante del muchacho, planearon algo más atroz para hacerlo confesar. Colocaron sobre su estómago una vasija y dentro de ella una rata de gran tamaño. Amarraron fuertemente esta vasija con unas correas alrededor de su cuerpo y con una antorcha calentaban la base del recipiente para provocar pánico en el animal y hacerlo huir. Cuando el piadoso joven comenzó a sentir las mordidas y rasguños de la rata en su estómago, tratando de escapar desesperadamente del calor, entró en pánico al imaginarse lo que estaba a punto de ocurrir y decidió hablar: "¡Paren, paren! Ha sido el sacerdote quien me ha hablado de estos asuntos y por él me he convertido a la Religión."
El malvado rey mandó a sus más leales y rudos guardias en su busca. El sacerdote llegó ante él bastante maltrecho por los golpes que recibió a manos de sus captores durante el camino. Lo lanzaron al suelo, a los pies del rey y este le ordenó: “¡Deja esa religión, reniega de ella!”
El sacerdote respondió rotundamente: “¡No la dejaré!”
El rey insistió: "No te lo pediré más, abandona tus creencias o morirás por ellas de una forma espantosa."
Pero el sacerdote se mantuvo firme en su fe y se refugió en Dios: "No seré un renegado, toma mi vida si quieres."
Ante la negativa del sacerdote, el rey ordenó que trajeran la gran sierra. Se trata de una herramienta enorme que se debe manipular entre dos leñadores para derribar árboles de tallo muy grueso. El rey la usaba para mutilar a las personas. La colocaron sobre la cabeza del sacerdote y dos hombres robustos comenzaron a serruchar hasta partir el cuerpo en dos. Luego ordenó que trajeran al compañero que había recuperado la vista y como también se negó a dejar su religión, lo ejecutaron de la misma manera. 
Pidió que trajeran al joven esclavo y lo amenazó: “¡Deja a un lado tu religión, reniega de ella o te mato!, mira lo que le ha sucedido a estos dos, te haré lo mismo a ti”. Contestó: “¡No la dejo, no reniego!”. El rey sonrió cínicamente e ideó una manera diferente de matarlo si se empeñaba en mantenerse leal a su fe. Se lo entregó a unos sirvientes suyos y les encomendó lo siguiente: “¡Llévenlo a aquella montaña. Al llegar a la cima de esta, pídanle que renuncie a sus creencias, que deje su religión; si la deja, está bien, pero si no lo hace arrójenlo sin misericordia desde lo más alto de la montaña hacia lo más profundo del valle!”. Dijo esto y les dio unas monedas de plata como parte del pago por la tarea.
El camino hacia lo alto de la montaña era muy empinado y tortuoso, el joven y sus custodios estaban totalmente extenuados. Cuando finalmente llegaron a la cumbre le dijeron: "¡Deja esa religión o te arrojaremos al vacío!”. La respuesta fue un rotundo: "¡No, no la dejaré, ni renegaré de ella!" Dos veces más lo amenazaron y pidieron que declinara de su fe y dos veces más se negó a hacerlo. Ante la terquedad del esclavo, quisieron cumplir con la orden del rey. Lo tomaron por brazos y piernas para lanzarlo al abismo, pero el muchacho exclamó: “¡Dios mío, líbrame de sus maldades!” En ese momento ocurrió un gran terremoto y la montaña se derrumbó por completo, todos murieron menos el muchacho. 
Informaron al rey de lo sucedido y este pidió que trajeran al joven ante él. Lo capturaron y lanzaron nuevamente a sus pies: “¿Esclavo, qué hiciste con los que te acompañaban? Al parecer has adquirido un conocimiento mucho más grande que el anciano hechicero. No he visto jamás a alguien tan poderoso como tú. Dime cuáles son los conjuros que utilizas.”
Contestó: “Dios me salvó de ellos y no soy un hechicero, ya te he dicho de dónde provienen estas bendiciones.” El rey lo entregó esta vez a unos pescadores y les dijo: “Ahora no podrá escapar, renunciará a su dios o morirá. ¡Vamos, de prisa! Tomen un barco y llévenselo mar adentro, cuando ya no se divise la costa pídanle que deje la religión, si no lo hace ¡láncenlo sin misericordia por la borda y que se ahogue o sea comido por las criaturas marinas!” Puso dos monedas de oro en las manos de cada uno y partieron a cumplir la tarea encomendada.
Subieron al barco y zarparon con buen tiempo. Cuando la costa ya no se divisaba ni las gaviotas revoloteaban el mástil, lanzaron el ancla y le dijeron al esclavo: “¡Ya sabes qué hacer, deja a un lado tu fe, abandona a tu dios o morirás ahogado!”. Tres veces le pidieron esto y tres veces se refugió en Dios y se negó a declinar de su fe. Los ignorantes pescadores lo amarraron a una pesada ancla y justo cuando iban a lanzarlo por la borda, el joven suplicó y dijo: “¡Dios mío, líbrame de sus maldades!”
En ese momento sopló de la nada un viento tormentoso que levantó una gigantesca ola. Los pescadores vieron que aquella pared de agua se les venía encima a toda velocidad y soltaron al joven sobre la cubierta. No tuvieron tiempo de escapar, la ola volcó y despedazó por completo el barco. Todos murieron ahogados menos el joven y devoto esclavo, quien pudo llegar nadando a la playa.
Nuevamente fue apresado y puesto a la orden del rey. Este la preguntó: “¿Qué hiciste con los que te acompañaban?” El muchacho contestó: “Supliqué a Dios que me salvara de su maldad y aceptó mi súplica, así que aquellos incrédulos murieron ahogados.”
El rey, aun sin comprender la diferencia entre hechicería y el poder de Dios, quedó pasmado ante lo que el joven esclavo era capaz de hacer. Al ver la frustración del rey, el piadoso joven le dijo: “¿Quieres que te enseñe cómo puedes matarme?” El rey contestó que sí y agregó: "Deseo acabar contigo porque nadie puede tener más poder que yo ni ejercerlo fuera de mis dominios o en contra de mis beneficios. La gente solo debe creer en mí y en más nadie."
El muchacho le dijo: “Bien, entonces determina un día y convoca a toda la población para que se reúna a las afueras de la ciudad, donde comienza el desierto. Allí se yergue el tronco de un árbol seco, amárrame en lo alto de este. Luego tomarás un arco y una flecha, y dirás: ‘En el nombre de Dios que es el Creador de este joven esclavo’; en ese momento dispararás la flecha con intención de asesinarme. Como nada fuera del nombre de mi Dios puede hacerme daño, la flecha que ha sido consagrada en el nombre de Él me matará irremediablemente.”
Así lo hizo el rey, llegó el día convenido y amarró fuertemente al esclavo en lo alto de aquel árbol y templó el arco con gran fuerza; antes de soltar la flecha gritó: “¡En el nombre de Dios que es el Creador de este esclavo!” Disparó la flecha y dio justo en la cara del muchacho, causándole la muerte de inmediato. La multitud que presenció aquello abandonó allí mismo las creencias religiosas del rey y atestiguó que ahora adorarían al Creador de este joven esclavo, que aceptaban su Religión como la verdadera.
El rey se lamentó al ver esto y dijo: “Qué he hecho, ahora sucederá lo que temía.” Desesperado y sin contar con ningún poderoso hechicero que lo protegiera, el rey amenazó a las personas con llevar adelante una gran matanza; pero al mismo tiempo intentaba seducirlos con riquezas y privilegios. Aún así no renunciaron a su religión. El rey, enloquecido por la soberbia, ordenó que cavaran grades fosos en los caminos y encendieran hogueras dentro de estos. El humo y el calor de aquellas enormes fogatas transformaron el paisaje en un verdadero infierno. El rey dijo que quemaría vivas a todas las personas si no renegaban de su nueva religión. A pesar de esto nadie declinó de su fe. 
En medio de su delirio ordenó a sus soldados que lanzaran a todos los hombres, mujeres, niños y ancianos dentro de esos fosos en llamas. Aquello era una terrible masacre que no pararía hasta quemar vivo al último creyente. Cuando ya quedaban pocos para ser ejecutados, trajeron a una mujer que llevaba a un niño entre sus brazos. Ella luchaba ferozmente, trataba de zafarse de los soldados para no caer en las llamas y salvar a su bebé. Justo en ese momento el niño habló, de forma milagrosa le dijo a su madre: “Madre mía ten paciencia ya que tú estás en lo cierto”. Al escuchar esto, la mujer se serenó y dejó de luchar inútilmente contra sus verdugos. Ella misma se arrojó al fuego, llena de certeza y deseosa de entrar en el Paraíso.
 قُتِلَ أَصْحَابُ الْأُخْدُودِ ﴿٤﴾ النَّارِ ذَاتِ الْوَقُودِ ﴿٥﴾ إِذْ هُمْ عَلَيْهَا قُعُودٌ ﴿٦﴾ وَهُمْ عَلَىٰ مَا يَفْعَلُونَ بِالْمُؤْمِنِينَ شُهُودٌ ﴿٧﴾ وَمَا نَقَمُوا مِنْهُمْ إِلَّا أَن يُؤْمِنُوا بِاللَّـهِ الْعَزِيزِ الْحَمِيدِ ﴿٨﴾ الَّذِي لَهُ مُلْكُ السَّمَاوَاتِ وَالْأَرْضِ ۚ وَاللَّـهُ عَلَىٰ كُلِّ شَيْءٍ شَهِيدٌ ﴿٩﴾
“¡Maldita sea la gente del foso * de fuego inmenso! * que se sentaron ante él * presenciando lo que hacían a los creyentes. * Y solo se vengaron de ellos porque creían en Dios, el Todopoderoso, el Digno de Alabanza, * a Quien pertenece el Reino de los Cielos y la Tierra. Y Dios es testigo de todas las cosas”. (Sagrado Corán, capítulo 85, Las constelaciones, versículos 4 al 9).