Hace muchos, muchos siglos atrás, en tiempos muy antiguos, había un anciano que tenía un hijo y un caballo. Este caballo era muy amado por el anciano y además era indispensable para las labores agrícolas y el sostén de la casa. Se trataba de un corcel incansable que arrastraba con fuerza y sin quejas el pesado arado bajo el sol inclemente o bajo la lluvia, hasta terminar la faena. Por la tarde, luego del duro trabajo, lo soltaban en el campo para que retosara. El muchacho gozaba al verlo brincotear en la pradera, era maravilloso ver sus largas crines ondeando con alegría y todo aquel despliegue de vigor cuando galopaba con total libertad para luego regresar manso y sudoroso a comer miel y avena de las manos del viejo y su hijo. Cómo no querer a tan fiel y laborioso animal.
Un día, el caballo se escapó. El joven, en un descuido, había dejado el portón del establo abierto. Al día siguiente, muy temprano por la mañana, cuando el anciano fue al establo, vio que el puesto del caballo estaba vacío. Esto lo sumió en una profunda tristeza. Los vecinos, al conocer la noticia, fueron hasta su granja para consolarlo: “¡Vaya suerte, tu caballo se escapó!”, le dijeron. Este comentario llamó la atención del viejo campesino y les contestó: “¿Cómo saben que esto ha sido por mi buena o mala suerte?” Los vecinos sorprendidos ante esta pregunta, respondieron: “Es obvio que esta calamidad se debe a tu mala suerte”.
Transcurrieron varios días y aún no se sabía nada acerca del paradero del amado caballo. Pero una tarde, cuando el viento acariciaba en silencio la tierra sembrada, se escucharon varios relinchos a lo lejos. El anciano y su joven hijo salieron a averiguar lo que ocurría. No podían dar crédito a lo que sus ojos veían. El caballo había regresado a su hogar, pero no estaba solo. Junto a él, veinte potros salvajes se encabritaban y lanzaban formidables coces al aire al tiempo que galopaban veloces hacia la granja. De nuevo los vecinos se enteraron de lo acontecido y corrieron a expresarle su alegría al anciano: “¡Vaya, que buena suerte has tenido, no solo retornó tu caballo, al que tanto aprecias, sino que este ha traído consigo otros veinte potros!”. El anciano expresó lo mismo que la vez anterior: “¿Cómo saben que esto ha sido por mi buena o mala suerte?”. Los vecinos no supieron qué responder.
Al día siguiente, el hijo del anciano montaba a uno de estos potros salvajes para intentar domarlo. El animal corcoveaba con gran ímpetu y rebeldía. ¡De pronto! se paró en las patas traseras y derribó al joven jinete, quien cayó aparatosamente al suelo y se rompió una pierna. Los vecinos supieron del terrible accidente y fueron nuevamente a la granja: “¡Vaya, que mala suerte…!”, dijeron. El viejo campesino reiteró su pregunta: “¿Cómo saben que esto ha sido por mi buena o mala suerte?” Algunos de los vecinos se enojaron por esta pregunta que el anciano insistía en hacer cada vez que ellos acudían a su granja. Uno de ellos exclamó con gran rabia: “Bueno, es obvio que fue por tu mala suerte, ¡¡¡viejo torpe!!!”
La gente había escuchado que una guerra estaba por estallar, que la nación necesitaría de soldados para pelear en tierras remotas. No había transcurrido una semana cuando llegaron las fuerzas gubernamentales y reclutaron a todos los jóvenes sanos. Al hijo del viejo agricultor lo eximieron por su pierna rota. Los vecinos llegaron a casa del anciano para felicitarlo: “¡Vaya suerte que tienes, tu hijo fue eximido de ir al frente de batalla!” Y el viejo agricultor dijo: “¿Cómo saben que esto ha sido por mi buena o mala suerte?”….
El tiempo siempre demuestra que muchos de los sucesos que hemos considerado como infortunios y desdichas, y que parecían no tener solución, terminan siendo verdaderas bendiciones y oportunidades únicas que la vida nos brinda.
﴿عَسَى أَنْ تَكْرَهُوا شَيْئًا وَهُوَ خَيْرٌ لَكُمْ وَعَسَى أَنْ تُحِبُّوا شَيْئًا وَهُوَ شَرٌّ لَكُمْ وَاللَّهُ يَعْلَمُ وَأَنْتُمْ لَا تَعْلَمُونَ﴾
“Puede que algo os disguste y, sin embargo, sea un bien para vosotros. Y puede que algo os agrade y sea un perjuicio para vosotros. Dios sabe y vosotros no sabéis”. (Sagrado Corán, Capítulo 2, La vaca, versículo 216)